Durante la década
de los treinta la evolución política fue protagonizada, a un nivel mucho
más alto que en ningún otro momento de la contemporaneidad, por los
partidos y fuerzas políticas. Durante el siglo XIX la dirección del país
fue diseñada y ejecutada por una oligarquía terrateniente o una alta
burguesía que estaba representada de un modo muy puntual por los partidos
políticos dinásticos; pero éstos apenas tenían otra preocupación que
ser máquinas electorales y elementos de representación parlamentaria
para la defensa de unos intereses tan determinados como minoritarios.
Partidos que, en numerosas ocasiones, respondían más a alineamientos de
notables en torno a una personalidad, que al respaldo operativo a una
determinada opción ideológica. Esta situación
comenzó a cambiar en el período de la Restauración, con la formación
de los primeros partidos de masas, que en buena medida fueron más efecto
que causa de la ampliación del derecho de sufragio hasta hacerlo
universal (con la salvedad de edad y sexo propia del período). En las dos
últimas décadas del siglo XIX se ampliaron los dos grandes partidos dinásticos,
el Liberal-Conservador y el Liberal-Fusionista, al tiempo que de sus
grietas surgía una pléyade de nuevos partidos, se reincorporaban otros
desaparecidos tras la defenestración de la Primera República y, caso
totalmente innovador en España, comenzaban a desarrollarse los primeros núcleos
políticos obreros; dos de cuyos casos más sobresalientes fueron el
Partido Republicano Radical (PRR) y el Partido Socialista Obrero Español
(PSOE). Desde los años finales del siglo y sobre todo en las dos primeras
décadas del siglo XX, el fenómeno más destacado de innovación
partidaria política fue la aparición de partidos regionales, entre los
que destacaron la Lliga Regionalista Catalana (LRC) y el Partido
Nacionalista Vasco (PNV). Durante la dictadura de Primo de Rivera, como
consecuencia de la identificación producida entre el régimen
ordenancista y la monarquía, aparecieron un gran número de partidos políticos,
la mayor parte de ellos abiertamente republicanos. Tras la dimisión
de Primo de Rivera se abrió el proceso de normalización
constitucional.Pero la imposibilidad de retrotraer sin más la situación
política española de 1930 a 1923 -sin depurar las responsabilidades a
que hubiera lugar y tratando de ignorar la inviabilidad física de reabrir
unas Cortes y reunir diputaciones y ayuntamientos, cuyos integrantes en un
buen número habían desaparecido o estaban incapacitados-, hizo que esta
transición desde el poder fracasara en sus inicios. Fue en este momento
cuando los partidos políticos acertaron a desempeñar un papel para el
que la sociedad no parecía estar dispuesta. Fueron los partidos políticos
los que cuestionaron el modelo de transición que pretendían
realizar los gobiernos de Berenguer y Aznar, y así, iniciaron una
disputa multitudinaria para diseñar el régimen venidero y dirigir el
destino del país. Mientras esta disputa, aún en unos términos
extremadamente crispados e incluso violentos, se mantuvo dentro de los márgenes
legítimos señalados por la Constitución, el destino fue encarado con
relativa tranquilidad; sin embargo, la tentación de los extremismos, las
ambiciones personales, los intereses corporativos, los maximalismos
radicales y en último extremo el desprecio por el individuo y la
democracia, conllevaron un traspaso de esos límites constitucionales, lo
que hizo que se desencadenara la Guerra Civil. El panorama político
de la Segunda República fue extremadamente complejo. La multiplicación
de grupos políticos se produjo no sólo, aunque en ocasiones lo hubiera,
por un afán de diferenciación o descuello de personalidades; en este
panorama contendieron grupos que eran estrictamente políticos, pero también
sindicatos, o agrupaciones políticas juveniles claramente diferenciadas
de sus partidos. Además, en el período republicano no sólo operaron
fuerzas políticas de esta adscripción, de hecho, prácticamente la mitad
del espectro político era ajeno, indiferente o claramente opuesto al régimen
republicano o al menos al estilo de república instaurada en 1931. Por último,
hay que señalar la enorme importancia que tuvo la composición de las
Cortes, dado que ningún partido contó nunca con mayoría suficiente para
gobernar en solitario, por lo que las coaliciones y pactos de legislatura
fueron la práctica común. Por todo lo
anterior, sin un conocimiento de la evolución de cada una de esas grandes
fuerzas políticas que protagonizaron el período republicano, resulta de
todo punto incomprensible la evolución de la propia República y de su
conclusión en la Guerra Civil.En los cuadros sinópticos y las fichas
siguientes se ha tratado de sintetizar el proceso de desarrollo y
transformación de todo el espectro político durante aquella trágica década.
Partidos
y agrupaciones de extrema derecha El primer grupo
destacable, dentro de su escasa dimensión, fue el Partido Nacionalista
Español (PNE), fundado en 1930 por el neurólogo José Mª Albiñana.
Confesionalmente monárquico, el PNE desarrolló una organización
inspirada en las Ligas Patrióticas de los legitimistas franceses, pero
fracasó su intención de consolidar una gran plataforma monárquica
interclasista. Por esto la organización se radicalizó, en especial tras
la creación de los Legionarios de España -tomando como modelo el
fascismo italiano-, grupos de choque especializados en acciones violentas
contra la izquierda. El segundo gran
grupo surgió alrededor de la revista La conquista del Estado, dirigida
por Ramiro Ledesma Ramos y financiada por monárquicos. En 1931 se
fundaron las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista (JONS), cuya línea
ideológica se alejó pronto de la monarquía y se acabó identificando
con el nazismo, con explícita admiración de Ledesma por Hitler. Decía
promover una verdadera revolución social, anticapitalista y
corporativista. Cuando las JONS se fusionaron con FE constituyeron el ala
más izquierdista de la organización. De un carácter muy
semejante a las JONS fueron las Juntas Castellanas de Acción Hispánica (JCAH),
fundadas en Valladolid por Onésimo Redondo, un antiguo dirigente del
sindicalismo católico que se sentía seducido por el corporativismo
mussoliniano. Aunque más moderadas socialmente, las JCAH se integraron en
las JONS, que pasaron a tener una dirección bicéfala con Ledesma y
Redondo. Dada su escasa dimensión, la importancia de todos estos grupos radica en que acabaron formando el gran partido de la extrema derecha española del período republicano. Sin embargo, no fue ninguno de los anteriores el que sirvió de amalgama, sino el partido Falange Española (FE) que fundó en octubre de 1933 José Antonio Primo de Rivera, un joven abogado e hijo del anterior dictador, de amplias inquietudes intelectuales y una personalidad atractiva incluso para algunos de sus enemigos. Sin embargo, tras su fundación la FE apenas pudo desbordar el reducido círculo universitario. En febrero de 1934 culminó el acercamiento de FE a otros grupos de similar ideología, lo que llevó a la fusión con las JONS. Si en un primer momento FE de las JONS fue dirigida por los tres líderes coaligados, paulatinamente Primo de Rivera fue excluyendo al resto, al tiempo que iniciaba una progresiva identificación del nuevo partido con los correligionarios europeos; se fundó un sindicato falangista, la Central Obrera Nacional Sindicalista, y se organizó un aparato militar, en el que pronto destacó la llamada Primera Línea o Falange de la Sangre, su sección más violenta. Sin embargo el gran problema de FE fue su financiación; desde un primer momento recibió ayuda de los monárquicos; pero ante las evidencias "anticlericales y revolucionarias" del programa de 27 puntos presentado por José Antonio, abandonaron al partido y apostaron por el Bloque Nacional de Calvo Sotelo; la solución vino de Italia, con una financiación regular otorgada por Mussolini. A pesar de esa ayuda FE era, hacia 1936, un partido muy marginal, ignorado por la derecha y combatido por la izquierda; nada hacía pensar que suponía un peligro para el régimen equiparable al que sus homólogos europeos significaban en sus países. La gran trascendencia que Falange llegó a tener para la historia de España se produjo al ser utilizada por quienes sí representaban un peligro extremo para la República. José
Antonio Primo de Rivera Partidos
y agrupaciones adscritos a la derecha Durante todo el período
republicano y, de hecho, hasta bien entrada la Guerra Civil, la derecha
política y sociológica estuvo extremadamente dividida, no sólo entre
partidos, sino incluso entre concepciones ideológicas. A grandes rasgos
se puede hacer una gran división entre dos derechas claramente
enfrentadas en cuanto al régimen político vigente: una derecha
republicana y otra que no lo era, explícita o implícitamente. Dentro de
este segundo grupo hubo otra clara división entre aquellos que se
confesaban abiertamente monárquicos y actuaban consecuentemente como
tales, persiguiendo por cualquier medio (y fueron conspirativos los más
efectivos) la restauración monárquica, y aquellos otros que, sin apoyar
directamente el retorno de la monarquía, tampoco reconocían el régimen
republicano, aunque participaran en las elecciones y llegaran a desempeñar
altos cargos ministeriales; el caso más notorio de este grupo fue la
CEDA.Por supuesto dentro de los monárquicos persistía la ya secular
división entre carlistas y dinásticos, e incluso en el interior de estos
grupos los enfrentamientos llegaron a la formación de partidos o
agrupaciones rivales, como ahora se verá. Monárquicos Tras la dimisión
de Primo de Rivera los grupos políticos que defendían el trono de
Alfonso XIII se encontraron en una grave tesitura. La dictadura los había
mantenido prácticamente excluidos, cuando no perseguidos. El monarca,
necesitado de hombres que encabezaran partidos de respaldo al régimen,
recibió muy diversas respuestas; los partidos dinásticos conservador y
liberal estaban prácticamente desaparecidos y las divisiones de carácter
personal que ya habían sufrido con anterioridad a la dictadura se
reactivaron, ayudadas por la defección de una considerable facción de la
clase media y los enfrentamientos sobre la dimensión y el calendario de
la transición a desarrollar. Desde febrero de 1930 ambos partidos
iniciaron su reconstrucción, pero a los anteriores problemas se sumó el
obstáculo más importante: la negación de notables políticos
anteriormente monárquicos a participar en ellos. Alcalá-Zamora, Miguel
Maura, Sánchez Guerra o Ángel Ossorio pidieron abiertamente la abdicación
de Alfonso XIII e incluso se declararon explícitamente republicanos. Para llenar este
vacío de apoyo a Alfonso XIII surgieron varios partidos y agrupaciones.
Una de las más importante fue el Bloque Constitucional, formado en marzo
de 1930 por notables de los partidos conservador y liberal, más el
Partido Reformista dirigido por Melquíades Álvarez, proveniente del
republicanismo. Todos ellos habían luchado en contra de la dictadura y
perseguían el mantenimiento de la monarquía (aunque recomendaban la
abdicación de Alfonso XIII en uno de sus hijos), la exigencia de
responsabilidades a los dirigentes de la dictadura y la convocatoria de
una Cortes constituyentes. En realidad el Bloque apenas pasó de ser una
agrupación de influyentes personalidades, pero con poco apoyo social. La
moderación de sus posturas, cercanas al republicanismo más conservador,
hizo que tras la elecciones de abril de 1931 muchos de ellos encontraran
acomodo en sus filas. Políticos
provenientes de la dictadura primorriverista fundaron en marzo de 1930 la
Unión Monárquica Nacional (UMN), partido que decía defender la monarquía,
pero que sobre todo, proclamaba la virtualidad de la obra realizada
durante la dictadura; por ello eran muy críticos con la transición
democratizadora de Berenguer y Aznar, que según ellos favorecía la
eclosión de partidos revolucionarios. En su lugar solicitaban el retorno
de la Constitución de 1876, pero con una necesaria reforma en un sentido
más autoritario. La UMN fue presidida por el ex-ministro de Fomento del
Directorio, conde de Guadalhorce, y en ella militaron José Calvo Sotelo,
Ramiro de Maeztu, José María Pemán, el hijo del anterior dictador, José
Antonio Primo de Rivera, y un buen número de los integrantes de la
anterior Unión Patriótica (UP), el esbozo de partido único creado
durante la dictadura. Ligados a la UMN surgieron una serie de grupos monárquicos
con posiciones más radicales, lo que les hizo cercanos a la extrema
derecha; el ejemplo más claro de esto fue el PNE, del doctor Albiñana y
como casos más moderados, aún dentro de su radicalismo, se encuentra el
Partido Laborista del ex-ministro Eduardo Aunós y la Juventud Monárquica,
grupo de jóvenes aristócratas y de la alta burguesía dirigido por
Eugenio Vegas Latapié. Las elecciones
municipales de abril de 1931 y la posterior proclamación de la República
colapsó todo futuro de estos grupos; de hecho, muchos de sus dirigentes
y, sobre todo, muchos de los que apoyaban financieramente su existencia,
emprendieron el camino del exilio siguiendo el ejemplo de Alfonso XIII.
Los grupos que surgieron para continuar con la defensa de la idea monárquica
(y sobre todo unos intereses de clase muy determinados) fueron muy
reducidos, pues su actuación se basaba más en la influencia que en la
posibilidad de captación electoral masiva. El primero de estos grupos fue
Acción Nacional (AN), que en 1932 pasó a denominarse Acción Popular
(AP), surgida de la plataforma de la Asociación Católica Nacional de
Propagandistas que dirigía Ángel Herrera Oria. AN-AP tuvo dos grandes
tendencias: la primera encabezada por José Mª Gil Robles, que pretendía
contemporizar con el nuevo régimen y en todo caso centrar la atención
del partido en la defensa de los valores socio-culturales y económicos
encarnados en la Iglesia católica. La otra facción estaba dirigida por
Antonio Goicoechea y situaba la lucha para la restauración de la monarquía
en primer término. Las divergencias entre ambos sectores culminaron con
el golpe de Estado de agosto de 1932, en el que estaba implicada la
segunda facción, que acabó por escindir el partido y fundar Renovación
Española (RE); dirigido por Goicoechea, éste fue el partido alfonsino
durante toda la República, apoyado por miembros destacados de la
aristocracia y la alta burguesía, pero también por los restos de las
redes caciquiles en varias regiones de España que tan destacado papel habían
desempeñado durante los reinados de Alfonso XII y Alfonso XIII. Despejada
del lastre que suponía el ultramonarquismo, el resto de AP amplió su
voluntad contemporizadora con el régimen y, sobre todo, persistió en la
pretensión de conformar un gran partido conservador de carácter
clerical. Esto se materializó con la creación en marzo de 1933 de la
CEDA, al frente de la que se encontraba AP y su líder Gil Robles. RE
también trató de conformar una gran fuerza monárquica; de la mano de
José Calvo Sotelo creó en diciembre de 1934 el Bloque Nacional (BN),
pero las dificultades para "hermanar" a alfonsinos y carlistas,
unidas a la negación de Alfonso XIII en abdicar en favor de su hijo Juan
de Borbón, impidieron la consolidación del proyecto. Carlistas El movimiento político
que durante el siglo XIX había generado tres guerras civiles se
encontraba al comienzo del período republicano en un estado muy débil.
El acercamiento de la jerarquía eclesiástica a los alfonsinos, el fuerte
dogmatismo arrastrado y las divisiones internas habían causado esta
debilidad. Hacia 1931 el carlismo estaba dividido en tres grandes
"familias". La más radical era
la integrista, el sector ultracatólico acaudillado por Cándido Nocedal
que, tras romper con el pretendiente Carlos de Borbón por
"excesivamente liberal", había acabado formando el Partido Católico
Nacional, grupo de intelectuales fundamentalistas con escaso apoyo
electoral. Los que habían permanecido fieles a don Carlos y, desde 1909,
a su hijo don Jaime, sí contaban con notables apoyos sociales en el País
Vasco, Navarra, Cataluña y norte de Valencia; Juan Vázquez de Mella, su
ideólogo más sobresaliente, renovó el carlismo, que basó en tres
grandes principios: tradición monárquica, monarquía autoritaria y
corporativa y autonomía regional (fuerismo). Mella, germanófilo, rompió
con el aliadófilo don Jaime durante la Primera Guerra Mundial, y fundó
el Partido Católico Tradicional (PCT). Sin embargo, en principio las
bases carlistas siguieron fieles al pretendiente; los jaimistas tomaron
entonces el liderazgo del marqués de Villores. La dictadura de Primo de
Rivera terminó por enfrentar a las tres familias, pues si bien ninguna de
ellas apoyó expresamente al Directorio, muchos de sus militantes
colaboraron con él, especialmente Víctor Pradera, un seguidor de Mella
que acabó por ser un puntal de la UP y uno de los ideólogos más
importantes de la extrema derecha. La caída de la dictadura hizo romper
el carlismo en mil pedazos y durante la dictablanda su desaparición era
esperada. Sin embargo, paradójicamente,
fue la caída de la monarquía lo que le hizo renacer de sus cenizas.
Jaime de Borbón poco antes de morir solicitó la creación de un partido
"monárquico, federativo y anticomunista" y, aunque los
alfonsinos no le prestaron mucha atención, esa pretensión se materializó
con la reunificación de las tres familias carlistas en la fundación de
Comunión Tradicionalista (CT), con la jefatura del jaimista conde de
Rodezno. La CT tuvo un amplio respaldo en el País Vasco, Navarra, Cataluña
y también en Andalucía, donde destacó rápidamente el integrista Manuel
Fal Conde. Las elecciones de 1933 permitieron la entrada de monárquicos y
carlistas en el Parlamento, pero la alianza radical-cedista empujó a CT
(junto a RE y PNE) a una posición de extrema derecha, provocando la
radicalización de sus bases. Esto condujo a Fal Conde al liderazgo
indiscutible del carlismo; puso término a los contactos con los
alfonsinos y centró su actuación en la consolidación del carlismo como
fuerza política cohesionada y en la organización de su milicia armada,
el Requeté. Tras las elecciones de febrero de 1936, la dirección
carlista optó ya por preparar la insurrección armada, lo que facilitó
extraordinariamente el golpe de Estado nacional en el norte de España. La derecha no
republicana La ordenación de
la derecha, que ideológicamente se encontraba muy alejada del
republicanismo, fue compleja y lenta, aunque se inició apenas producida
la caída de la monarquía. Tras numerosos intentos de conformación de
fuerzas políticas más o menos cercanas o integradas entre los monárquicos,
la formación que acabó por reunir a todos los pequeños grupos de
diferente dimensión fue la Confederación de Derechas Autónomas (CEDA).
Su núcleo central fue Acción Popular, que inició un proceso de fusión
y confederación con otros partidos de ámbito estatal (Acción
Obrerista), regional (Derecha Regional Valenciana) y provinciales y
locales (Acción Agraria y Ciudadana). A pesar de su organización
descentralizada y las múltiples divergencias ideológicas internas, la
CEDA no tuvo grandes disensiones y su crecimiento fue espectacular: ya en
1933 era la agrupación con más militantes -medio millón de afiliados-,
lo que le dio una extraordinaria influencia social. La línea ideológica
de la CEDA fue en su momento, y ha sido con posterioridad en su estudio,
uno de los grandes problemas del período republicano. Si para algunos el
carácter social-católico la aproximaba a la democracia cristina europea
(ala social-católica, dirigida por Manuel Giménez Fernández), para
otros era más determinante el peso conservador autoritario (Gil Robles,
Manuel Aizpun) e incluso la radicalización de sus bases por su
identificación con la extrema derecha filofascista o monárquica
(Juventudes de Acción Popular). En realidad la CEDA fue un gran bloque de
defensa de intereses sociales, con el que se sentían representados desde
medianos comerciantes, pequeños propietarios agrarios y obreros católicos,
a grandes terratenientes, empresarios industriales y alta burguesía
financiera, que controlaban la Confederación. Esta fuerte organización, su carácter interclasista y las fuertes conexiones con los mundos económico, sindical, cultural y religioso llevó en las elecciones de 1933 a un triunfo de la CEDA. Catedrático de Derecho político y diputado por Salamanca, hábil para la maniobra política y gran orador, José Mª Gil Robles se alzó con el liderazgo de la derecha, supo entusiasmar a los católicos españoles -temerosos ante la radicalización "jacobina" republicana- y se dejó influir por las tendencias filofascistas triunfantes en Europa, que él supo fundir con la tradición autoritaria local. José
María Gil Robles
Partidos
regionalistas Desde finales del
siglo XIX la cuestión nacionalista (entonces llamada regionalista) fue
uno de los problemas esenciales en la vida socio-política española. No
es necesario recordar la influencia del republicanismo catalán y el peso
de las reivindicaciones de la Lliga (Ley de Mancomunidades de Canalejas) a
principios de siglo. Ya en este momento se evidenció una de las características
más destacables de las consecuencias de la actuación nacionalista periférica:
el estímulo y la fundamentación de formulaciones de signo contrario, es
decir, en la reafirmación del españolismo. Así se ve, tanto en la
declaración explícita de Primo de Rivera en el golpe de estado de 1923,
en las discusiones constituyentes de la II República, en las
proclamaciones legitimadoras del golpe de estado de 1936, como a lo largo
de todo el régimen franquista. Hasta las últimas
décadas del siglo XIX no existieron formulaciones nacionalistas
propiamente dichas, salvo las legitimadoras del Estado: el nacionalismo
español. A partir de los años ochenta, el regionalismo catalán fue
profundizando y ampliando su discurso y alcanzó con Almirall y, sobre
todo con Prat de la Riva, las primeras connotaciones nacionalistas, al
mismo tiempo que en el País Vasco Sabino Arana sentaba las bases de un
nacionalismo muy distinto al catalán; si éste fundamentaba sus
aspiraciones en bases culturales, históricas y sobre todo en una vocación
de europeísmo modernizador, el aranismo (como pronto se conoció el
nacionalismo vasco inicial) las fundamentaba en la raza, la lengua y la
religión. Una diferenciación no menor se daba en la materialización política
de estos iniciales movimientos nacionalistas: mientras que en Cataluña
pronto surgieron partidos políticos claramente identificables con
posiciones nacionalistas y tuvieron un apoyo electoral importante y
sostenido, en el País Vasco el PNV apenas pasó de grupúsculo
voluntarista, sin respaldo electoral significativo hasta la República y,
aun entonces, muy minoritario. En el tercero de los conocidos como
Territorios históricos, Galicia, por entonces no existía una formulación
nacionalista propiamente dicha, sino un regionalismo culturalista, basado
especialmente en la actitud testimonial de personalidades como Otero
Pedraio o Alfredo Brañas, y en actividades de asociaciones culturales
como Irmandandes da fala. En Andalucía, la actuación de Blas Infante
confirió al regionalismo bético una dimensión que en absoluto tenía
relación proporcional con su proyección social. Partido
Nacionalista Vasco (PNV). Desde su fundación
a finales del siglo XIX, el PNV había sido de hecho el primer partido
explícitamente nacionalista, si bien su estrategia política distó mucho
de ser mayoritariamente respaldada por la sociedad a la que decía
representar. Aunque no se definió abiertamente como monárquico, el PNV
estaba muy alejado de los planteamientos republicanos; en última
instancia se mantenía la idea de que lo importante no era el régimen político
español, sino la autodeterminación de Euzkadi. El contenido de su
ideario nacionalista descansaba sobre tres bases inalterables: el
ultracatolicismo, el foralismo y el racismo. Hasta mediados de la segunda
década el PNV se autoexcluyó de la participación electoral, lo que
conllevó una deficiente estructuración del partido a nivel regional;
cuando decidió participar en las elecciones su respaldo no estuvo a la
altura de lo esperado. La dictadura primorriverista tuvo dos efectos en el
nacionalismo vasco: por una parte, posibilitó que centrara su atención
en la socialización de su ideología, lo que consiguió al redefinir y
llenar de contenido manifestaciones culturales y recreativas
tradicionales; deportes como la pelota o costumbres y danzas pasaron, por
ese sistema, a tener una nueva significación nacionalista; el segundo
efecto fue la unificación en 1930 de las dos corrientes nacionalistas, el
independentismo absoluto defendido por el PNV y la participación en la política española mediante una
amplia autonomía defendida por la Comunión Nacionalista. El nuevo PNV
participó en las elecciones municipales de 1931 coaligado con los
carlistas y, amparándose en su confesionalidad religiosa, no sólo se
opuso radicalmente a la Constitución republicana sino que algunos de sus
miembros mantuvieron contactos conspirativos con los monárquicos. Sin
embargo, el liderazgo de nuevos dirigentes más liberales y
prorrepublicanos impuso una línea posibilista y en 1932 se rompió la
alianza con el carlismo. Las elecciones municipales de 1932 evidenciaron
la fuerza del PNV en Vizcaya y Guipúzcoa, donde se convirtieron en el
primer partido; desde esta posición dirigieron las negociaciones para la
aprobación del estatuto de autonomía. Republicanos El republicanismo
fue muy minoritario durante toda la Restauración y a la altura de 1930 no
disponía de grandes partidos que movilizaran amplias voluntades sociales.
Durante la dictadura se produjeron dos efectos importantes: se reforzaron
lazos de solidaridad entre los distintos y anteriormente enfrentados
grupos republicanos; y, aún más importante, la identificación entre la
dictadura y la monarquía brindó al republicanismo una oportunidad histórica
para protagonizar una transición a la democracia bajo un nuevo régimen.
En febrero de 1926 culminó un amplio movimiento de revitalización y
unificación republicana, cuyo objetivo era superar el casi medio siglo de
marginalidad en el sistema político y recuperar las posibilidades
electorales y de acción política que anteriormente se habían
disfrutado. Con esos fines nació Alianza Republicana, que reunía a
varios grupos de ideología semejante y que en gran parte protagonizaron
la transición posterior; en ella estaban integrados el PRR de Lerroux, el
viejo PRF, el grupo de AC donde destacaba Azaña, el catalanista PRC y
varias personalidades opuestas a la dictadura (entre las que destacaban
Antonio Machado, Blasco Ibáñez, Unamuno o Marañón). La Alianza nunca
llegó a ser un partido político propiamente dicho, si bien organizó y
coordinó gran parte de las actuaciones de los partidos que la integraban;
en 1930 se desgajó de ella su ala más liberal encabezada por Marcelino
Domingo, dando lugar al Partido Republicano Radical Socialista (PRRS). Ajenos a la Alianza
surgieron dos grupos de republicanos en 1930. Por una parte, la Derecha
Liberal Republicana (DLR) agrupaba a antiguos monárquicos e
independientes que se habían alejado de la monarquía con motivo de la
dictadura, como Alcalá-Zamora y Miguel Maura; defendían la instauración
de una república muy moderada, susceptible de identificarse con las
amplias clases medias conservadoras. Al mismo tiempo, surgió la Agrupación
al Servicio de la República (ASR) de la mano de Ortega y Gasset, Marañón
y Pérez de Ayala, dirigida a la movilización de la intelectualidad al
servicio de la necesidad pública. Aunque al principio la ASR se negó a
ser un partido político, ya en las elecciones de abril de 1931 hizo campaña
a favor de las listas republicanas y en las posteriores elecciones
generales las integró, consiguiendo trece escaños; pero enfrentados con
el gobierno azañista, por lo que consideraban un peligroso viraje hacia
la izquierda, terminaron abandonando toda acción política. La proclamación de
la República acabó por fragmentar las distintas ideologías que se
cobijaban bajo la solidaridad creada en la lucha contra la dictadura. En
especial durante el primer bienio se complicó extraordinariamente la
plataforma política republicana; los partidos se multiplicaron y se
escindieron claramente entre conservadores y progresistas. La derecha
republicana estuvo conformada por tres opciones principales; la más
influyente fue el Partido Republicano Progresista (PRP) que en agosto del
31 había surgido de la desaparición de Derecha Liberal Republicana; su
presidente continuó siendo Alcalá-Zamora, a la sazón Presidente de la
República. El ala más moderada de la DLR siguió a Miguel Maura, quien
fundó el Partido Republicano Conservador (PRP); este partido contó con
una gran militancia y durante unos años aspiró a ser la gran fuerza política
de la derecha, capaz de atraer a los monárquicos más moderados, lo que
hubiera supuesto un gran beneficio para la estabilidad de la República.
La tercera gran agrupación fue el Partido Liberal Demócrata (PLD),
dirigido por Melquíades Álvarez; a diferencia de los anteriores, se
opuso a los gobiernos de transición y, sobre todo, a los gabinetes
presididos por Azaña. En Cataluña la
Lliga Regionalista ocupó esta situación; su principal líder Francesc
Cambó se autoexilió en Francia durante más de un año con la proclamación
de la República, mientras la Lliga reforzaba su carácter conservador y
localista, aliándose con los carlistas en los comicios generales. Con el
cambio de nombre por el de Lliga Catalana, en 1933 trató de conformar una
fuerza conservadora con la que poder enfrentarse a la pujante ERC, pero a
pesar de su alianza con otros partidos de la derecha catalana no lo
consiguió. El centro
republicano La gran fuerza política
del centro republicano fue el Partido Republicano Radical (PRR),con una
larga historia tras de sí y un liderazgo indiscutible en la figura de
Alejandro Lerroux. Del antiguo partido radical que había encabezado la
lucha contra la monarquía desde principios de siglo y, sobre todo de los
extremismos de algunos de sus dirigentes, poco quedaba cuando en 1931 se
proclamó la República. Había integrado parte del Pacto de San Sebastián
y Lerroux formó parte del Gobierno provisional, pero los enfrentamientos
con Azaña en la disputa por el centro republicano habían hecho que los
radicales abandonaran el Gobierno y a partir de diciembre de 1931 formaran
parte de la oposición. Durante los dos años siguientes la dirección del
partido se esforzó por reformar la cohesión interna y dotar a su opción
de un atractivo electoral que sólo encontró en una creciente moderación
ideológica y un atractivo populismo. Aunque no articuló ningún programa
político coherente y siempre presentó carencias organizativas
importantes, su crecimiento fue notable y en los comicios generales de
1933 consiguió el mayor resultado de su historia, lo que permitió que
Lerroux alcanzara la Presidencia del Gobierno. Fue entonces cuando se
evidenció la ausencia de un programa ejecutable, lo que unido a una serie
de escándalos producidos por la corrupción de miembros del partido
produjo una gran desafección electoral. Esto se puso de manifiesto en las
elecciones generales de 1936, donde pasó a ser una fuerza residual de
escasa importancia. La
izquierda republicana La izquierda
republicana se encontró muy dividida durante el primer bienio. El grupo
que más creció fue el Partido Radical Socialista (PRS), cuyo principal
dirigente fue Marcelino Domingo; pero este mismo aumento le configuró un
carácter de partido de aluvión, sin una ideología y programa coherente,
lo que fue causa de numerosas rupturas y escisiones. Caso contrario ocurrió
con Acción Republicana (AC), el partido liderado por Manuel Azaña, con
un sostenido crecimiento y una fuerte articulación en todo el país, lo
que le valió el puesto de primer partido de la izquierda republicana. Sus
militantes eran prioritariamente de clases medias y a su formación se
fueron sumando tanto apoyos de otros partidos minoritarios como la
federación de partidos republicanos de carácter regional, como el Partit
Català d´Acció Republicana y el Partido Republicano Gallego de Casares
Quiroga. En 1934 esta formación acabó por reunir a todo el sector más
progresista del republicanismo con la fundación de Izquierda Republicana
(IR). Cuando de forma paralela se conformó la Unión Republicana (UR) con
la fusión del IRS y el PRD, las conexiones entre ambas fuerzas se
iniciaron de inmediato, llegando a una confederación de ambos grupos,
primera piedra de lo que posteriormente fue el Frente Popular. Republicanismo
catalán En Cataluña el
republicanismo tuvo un arraigo muy superior al resto de España; además
de encontrarse el grueso del PRF y del PRR, en esta zona se desarrolló un
sistema de partidos republicanos propios con la inclusión del
regionalismo y el nacionalismo, ya en su ideología, ya en sus
planteamientos operativos. A comienzos de los años treinta el
republicanismo catalán estaba conformado por cinco partidos principales. Acció Catalana
(AC) había nacido en 1922 fruto de la disidencia del sector más liberal
de la Lliga y de sus juventudes; sus dirigentes principales eran Bofill i
Mates y Nicolau D´Olwer, que imprimieron al grupo un fuerte contenido
nacionalista, combinado con una moderación social y un cierto
accidentalismo en las formas de gobierno. Contra esa moderación
reaccionó el ala izquierda del partido, que a finales de la década se
acabó separando de AC para fundar Acció Republicana de Catalunya (ARC),
dirigida por Antoni Rovira i Virgili. El resto de los militantes se unió
a algunos desencantados carlistas y formaron Unió Democrática de
Catalunya (UDC), dirigida por Carrasco i Formiguera; este partido fue lo más
cercano en la época a los partidos demócrata-cristianos europeos. Frente
a estos tres partidos republicanos y moderadamente nacionalistas, se
situaron dos fuerzas explícitamente independentistas; la más influyente
fue Estat Català (EC), partido fundado en 1922 por un oficial del Ejército,
Francesc Macià; tal vez este origen, o la radicalidad en la defensa de su
nacionalismo, llevó al partido a la aceptación de la conquista de la
independencia por cualquier medio, incluido el de la violencia, lo que
además era legitimado por la persistencia de la dictadura primorriverista.
La actuación de EC se centró en la organización de grupos armados en
Francia con los que provocar un levantamiento contra la dictadura y el
centralismo (sucesos de Prats de Molló en 1926) y la creación de
milicias urbanas, los escamots (vigilantes). Finalmente, la cuarta fuerza
del republicanismo catalán era el Partit Republicà Català (PRC),
dirigido por Companys, menos agresivo que el anterior pero socialmente más
progresista, que como ya se ha visto formó parte de la Alianza
Republicana. Por sí mismos
estos partidos republicanos catalanes apenas tenían una trascendencia
social significativa. La importancia de estas cuatro fuerzas radica en el
proceso de unificación que llevaron a cabo a comienzos de 1931; AC y AR
se reunificaron para crear el Partido Catalanista Republicà, de carácter
centrista y autonomista. De cara a las elecciones municipales este nuevo
partido se fusionó con Estat Català e independientes para fundar
Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), el gran grupo político del
republicanismo catalán durante toda la década de los treinta. Sus dos
principales dirigentes fueron Macià y Companys, protagonistas de los
hechos más significativos de la evolución política catalana y los dos
primeros presidentes de la Generalitat. Siguiendo el
ejemplo catalán, en otras regiones se estructuraron partidos políticos
de identidad republicana. Los casos más notables se produjeron en
Valencia y Galicia. En la primera, el liderazgo y magisterio de Vicente
Blasco Ibáñez hizo surgir el Partido de Unificación Republicana
Autonomista (PURA), cuya moderación social y defensa de la
descentralización encontró aliados entre los radicales, con los que
sostuvo alianzas durante todo el período republicano. En Galicia la
principal fuerza política de este carácter fue la Organización
Republicana Gallega Autónoma (ORGA), fundada en octubre de 1929; su
programa era socialmente moderado, pero su principal significación era la
defensa de una república de carácter federal. Sus líderes más notorios
fueron Antón Villar Ponte y, sobre todo, Santiago Casares Quiroga, quien
en su representación tomó parte en las negociaciones del Pacto de San
Sebastián.
Izquierda En el momento de la proclamación de la República, el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) era el partido político con más historia de todos los participantes en las anteriores elecciones municipales y, a la vez, el único partido moderno y de masas con una visión articuladora del Estado. Había sido fundado en Madrid en 1879 y, diez años después, se fundó en Barcelona la Unión General de Trabajadores (UGT), central sindical que si en principio tuvo un carácter abierto a toda ideología, acabó siendo el sindicato socialista. El crecimiento del socialismo español fue extremadamente lento por el predominio del anarcosindicalismo en el sector obrero y, sobre todo, por la rígida disciplina impuesta por su principal líder, Pablo Iglesias. Él fue el primer diputado socialista en 1902 y, tras la creación de la Conjunción Republicano-Socialista, la representación parlamentaria socialista creció hasta 1919. Durante la dictadura de Primo de Rivera tanto las direcciones del PSOE como las de la UGT se dividieron entre una oposición frontal al régimen y una colaboración que permitiera, independientemente del régimen de turno, realizar los cambios necesarios para mejorar las condiciones de los obreros. En los años finales de la dictadura los contactos con otros partidos de la oposición y el ingreso de personalidades provenientes del republicanismo, como Juan Negrín y Luis Jiménez de Asúa, acabaron por incorporar al PSOE dentro del movimiento conspirativo que culminaría con el Pacto de San Sebastián. Pablo
Iglesias Con la proclamación
de la República el PSOE, el partido más fuerte y estructurado, creció
en progresión geométrica; lo que ocasionó tensiones, también
producidas por los enfrentamientos internos ante la posibilidad de
colaborar con los partidos "burgueses" de centro republicano. Se
impusieron las tesis de Largo Caballero e Indalecio Prieto frente a las
del Presidente del partido y del sindicato, Julián Besteiro, que pretendía
mantener la autonomía del partido desde la oposición. Durante el primer
bienio, esta línea colaboracionista se impuso, a pesar de la creciente
oposición de buena parte de las bases ante la lentitud y moderación de
las reformas gubernamentales. Tras el triunfo radical-cedista en las
elecciones de 1933, el PSOE radicalizó su posición; a partir de entonces
se evidenciaron dos líneas opuestas de actuación: por una parte se
encontraban los sectores más moderados, dirigidos por Prieto y Besteiro,
quienes mantenían que se debía colaborar con las fuerzas más
progresistas del republicanismo para desalojar a la derecha del poder y
evitar la instauración de una dictadura por la CEDA; frente a éstos se
encontraba el sector mayoritario del partido, dirigido por Largo
Caballero, que a su vez lideraba UGT, partidario de alcanzar una alianza
con las fuerzas de extrema izquierda que condujera a una revolución
social y a la instauración de una república proletaria; a este sector se
sumaron las Juventudes Socialistas (JJ.SS.). Este proceso de bolchevización
del socialismo español culminó con la revolución de 1934, cuando se
evidenció que el camino insurreccional y revolucionario estaba condenado
al fracaso. Entonces se impuso el programa de Prieto, que conducía a la
formación de un gran bloque progresista; coincidente con Azaña, la
materialización de esa idea fue el Frente Popular; para impedir que el
sector liderado por Largo Caballero se opusiera a la participación del
PSOE, Prieto inició conversaciones con el PCE, que acabó formando parte
del FP. La única opción
política socialista distinta al PSOE fue la Unió Socialista de Catalunya
(USC), que a pesar de los esfuerzos realizados no consiguió consolidarse
como la opción principal del obrerismo catalán. Por ello ofreció a la
federación catalana del PSOE la unificación, pero a pesar de realizar un
congreso extraordinario para ello, la solicitud acabó siendo rechazada.
Con todo, la USC tuvo un cierto protagonismo a nivel local, participando
varios de sus miembros en los gobiernos de la Generalitat. Extrema
izquierda Comunistas Hasta los años
treinta el comunismo era un opción muy minoritaria dentro del movimiento
obrero español. El grupo más importante era el Partido Comunista de España
(PCE), que había nacido en 1921 como una escisión del PSOE cuando éste
renunció a seguir los pasos de la victoriosa Revolución soviética. Los
enfrentamientos internos a causa de las divergencias ideológicas y, sobre
todo, la persecución a que fue sometido por la dictadura hicieron que su
crecimiento fuera muy reducido; en el momento de la proclamación de la
República el PCE no llegaba al millar de militantes. Su rígido
seguimiento de los dictados del Comintern de Moscú, su férreo
centralismo y las dificultades de la clandestinidad coadyuvaron al
mantenimiento de su marginalidad y a una intransigencia operativa que
impedía todo canal de diálogo, y mucho menos de colaboración, con el
resto de partidos de oposición a la dictadura. Ya en 1930, el PCE fue
ignorado en la preparación del Pacto de San Sebastián, mientras entre
sus filas se negaban a colaborar -aunque no hubiera lugar, dado que nadie
se lo había pedido- con los partidos republicanos, a los que calificaban
como el "peligro más grande para la clase obrera". De hecho se
expulsó a la Federación Comunista Catalano-Balear por anunciar su
voluntad de colaborar con republicanos y socialistas para alcanzar la República. Aunque en principio
el PCE se opuso a la proclamación de la "República burguesa",
el seguimiento puntual a los dictámenes del Comintern le hizo reconocer
la diferencia entre el nuevo régimen y la monarquía, pero no suavizar su
radical oposición al resto de los partidos republicanos, lo que le llevó
a no conseguir un solo diputado en las elecciones de 1931. El hecho
principal del PCE en el primer bienio fue la celebración del IV Congreso
en Sevilla, donde, sacudidos por la noticia del golpe de Estado de
Sanjurjo, salió la idea de defender la República. Este brusco viraje no
gustó a Moscú, que por medio de presiones sustituyó la dirección del
partido, y la dejó en manos de José Díez y otros líderes, de entre los
que destacó rápidamente la dirigente vizcaína Dolores Ibárruri,
posteriormente conocida como Pasionaria. El triunfo del nazismo en
Alemania hizo que en el mismo Comintern se produjera un giro paulatino en
el análisis de la realidad política nacional; esto llevó al PCE a
iniciar contactos con otras fuerzas políticas para salir de su
aislamiento y conformar un frente antifascista. Este cambio de estrategia
tuvo su primer fruto con la consecución del primer diputado en las
elecciones de 1933 y el segundo con la entrada en las conversaciones que
culminaron con la formación del Frente Popular en 1936. Amparado en esta
coalición, el PCE consiguió la representación parlamentaria más amplia
de su historia. El otro gran partido comunista tuvo su origen en Cataluña, cuando en 1928 fue fundado el Partit Comunista Català, con una dimensión muy reducida, pero que dos años después se alió con la Federación Comunista Catalano-Balear que había sido expulsada del PCE. Juntos formaron el Bloque Obrero y Campesino (BOC), dirigido por Joaquim Maurín, que se negaba a seguir las directrices de Moscú, y trataba de desarrollar un proyecto ideológico propio, adaptado a las peculiaridades nacionales. Un carácter testimonial tuvo el partido fundado por el antiguo dirigente de la CNT, Andreu Nin, tras su vuelta de la URSS, donde había sido funcionario de la Internacional Sindical Roja y estrecho colaborador de Trotski; la importancia de la Opción de Izquierda Comunista (OIC) radicó en conformar, junto con el BOC, el Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM), que alcanzó a formar parte del Frente Popular y desempeñó un importante papel en los primeros años de la Guerra Civil. Dolores
Ubárruri Anarquistas El movimiento
obrero en España estuvo liderado desde comienzos del último cuarto del
siglo XIX por la ideología anarquista. Las características más
destacadas del anarquismo español fueron su irregularidad (ya en 1872
contaban con 45.000 militantes, pero en los años ochenta habían bajado a
unos 5.000), su amplio espectro social (de campesinos sin tierras a
artesanos y obreros industriales), su localización prioritaria en Andalucía
y Cataluña, y su gran diversidad organizativa y operativa (de
anarcosindicalistas a pedagogos, de ácratas a terroristas, cada cual
pretendía realizar la revolución a su modo). La primera gran
asociación anarquista fue Solidaridad Obrera, fundada en 1901, cuyo hecho
más trascendente fue la convocatoria de la huelga general que dio origen
a la Semana Trágica de Barcelona en 1909. El éxito obtenido ayudó a la
fundación en 1911 de la Confederación Nacional del Trabajo (CNT), la
gran central sindical anarquista española cuyos principios de actuación
estaban basados en el antiestatalismo revolucionario, el repudio a la acción
política, el sindicalismo puro y la acción directa en las relaciones
laborales, lo que a partir de 1918 (Congreso de Sants) fue interpretado
como la relación directa entre el capital y el trabajo, en la que no se
excluía el ejercicio de la violencia. La dictadura de Primo de Rivera
persiguió duramente y acabó por dividir a los anarquistas. En 1927 se
creó la Federación Anarquista Ibérica (FAI), grupo político de presión
sobre el sindicalismo puro de algunos de los dirigentes más
notorios.Aunque no fue integrante del Pacto de San Sebastián, la CNT se
declaró partidaria de sumar la huelga general a las acciones políticas
de los conspiradores republicanos. La proclamación de
la República fue bien recibida en general por los anarquistas, pero
pronto cundió la desilusión y de ella, aún en 1931, se pasó a la
oposición más radical, encarnada sobre todo en la FAI y sus métodos de
acción directa -o "gimnasia revolucionaria", como ellos
denominaron a la agitación callejera y el terrorismo-. Aunque una facción
de la CNT se opuso al empleo indiscriminado de la violencia y al
"culto del mito de la revolución", estos sindicalistas fueron
desbordados por los radicales de la FAI. Posición que se manifestó en un
incremento de la movilización social que pretendía, en primer lugar,
impedir la consolidación de la República. La actuación del anarquismo
durante el período republicano se movió en dos direcciones: la primera
se atuvo a los cauces legales, con proliferación de huelgas generales y
parciales, en las que en ocasiones se desbordó la legalidad con
actuaciones de sabotajes y coacciones violentas. La segunda dirección fue
aún más desestabilizadora, pues estaba encaminada directamente a
provocar enfrentamientos con las autoridades de la República; fruto de
esta estrategia fueron las distintas oleadas revolucionarias de 1932 a
1934, cuyo más luctuoso suceso se produjo en Casas Viejas.
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