La conspiración contra la República El alzamiento y la Guerra Civil La primera semana de la sublevación fue crítica y en gran
parte la suerte de la República se jugó en las decisiones de los dirigentes de
uno y otro bando. Sanjurjo, que debía hacerse cargo de la dirección de la
campaña, murió en un accidente de aviación, dejando descabezada momentáneamente
la jefatura de los nacionales, como desde un principio se autodenominaron. El
gobierno republicano tenía en sus manos los medios suficientes para abortar la
intentona golpista. La República beligerante El nuevo Gobierno de la República lo presidió José
Giral,
que fue quien realmente tomó las primeras medidas para transformar la labor
ordinaria de gobierno y hacer frente a la guerra; las más importantes de estas
medidas fueron la transformación de la Guardia Civil en Guardia Nacional
Republicana y la incautación de las industrias y tierras abandonadas por sus
dueños. Sin embargo, la marcha de la guerra fue muy negativa para la causa
republicana; el avance de las tropas nacionales sobre Madrid hizo que Giral
renunciara a sus poderes en septiembre. Se formó un nuevo gabinete de concentración con mayoría
socialista, al frente del cual se situó el líder socialista Largo Caballero,
que transformó radicalmente el modo de llevar la guerra, lo que abrió una
lucha interna en el bando republicano. Sin un ejército regular de las
dimensiones del de los sublevados que oponer a su avance y con buena parte de
los mandos que había permanecido fieles a la República bajo sospecha, Largo
alimentó su fama de Lenin español con la decisión de levantar en muy corto
espacio de tiempo un ejército republicano al estilo del Ejército Rojo, formado
de la nada por los bolcheviques para defender la Revolución en la guerra civil
contra los Ejércitos Blancos. Para ello, Largo pretendía basar la fuerza del
ejército republicano en la alianza de los sindicatos UGT y CNT, como únicas
fuerzas capaces de movilizar a las clases trabajadoras en favor de la República.
Frente a esta idea se encontraba buena parte del Partido
Socialista y, sobre todo, el Partido Comunista, fuerza minúscula al comienzo de
la guerra pero con una gran capacidad de dirección en la guerra y con la fuerza
que le otorgaba ser el receptor directo de la ayuda en material militar que
llegaba procedente de la URSS. Ambas fuerzas pretendían concentrar todo el
poder en el estado -y los partidos políticos que lo sostenían-, arrebatando el
control de la contienda a los sindicatos. Ante el cerco del ejército nacionalista a Madrid, el
gobierno de la República y las Cortes abandonaron la capital y se instalaron en
Valencia. Allí reunidas, las Cortes aprobaron el estatuto de autonomía vasco,
que apenas pudo tener aplicación ante la caída de su territorio bajo el
control de los alzados. La importancia dada por Largo Caballero a las centrales
sindicales permitió que la CNT y la FAI llevaran a cabo una revolución social
paralela al desarrollo de la guerra. Esta revolución se materializó en la
expropiación y colectivización de industrias y tierras de cultivo, sin el
consentimiento, pero también sin la oposición real del gobierno; las zonas más
afectadas por esta revolución social fueron Cataluña, donde la CNT llegó a
controlar cerca del 70% de las empresas, y la parte de Aragón aún en manos
republicanas, donde se implantó una reforma agraria colectivizadora. Frente a la opción tomada por Largo Caballero, tanto el
Partido Socialista como el Comunista entendieron que la victoria en la contienda
civil dependía de la capacidad de entendimiento entre ambas fuerzas políticas
y la participación de todos los defensores de la República. A este conjunto
resultaban ajenos los anarquistas, primero porque buena parte de ellos pretendían
realizar -tal como estaban haciendo en Cataluña- una verdadera revolución
interior e implantar un comunismo libertario radicalmente opuesto a la legalidad
constitucional republicana; en segundo lugar porque su falta de disciplina y la
negación de sus líderes de militarizar sus tropas estaban evidenciado su
ineficacia en los frentes. El acuerdo entre socialistas y comunistas triunfó
inicialmente en Cataluña con la creación del Partido Socialista Unificado de
Cataluña (PSUC), que pretendía eliminar a la CNT y el POUM, lo que produjo
sangrientos enfrentamientos en las calles de Barcelona en mayo de 1937. La
negación de Largo Caballero de ilegalizar al POUM le enfrentó a los dirigentes
de su propio partido y al cada día más poderoso PCE, lo que le condujo a la
dimisión. Le sustituyó al frente del Gobierno el también socialista
Negrín, y tomó la cartera de Defensa Prieto; inmediatamente, no sólo se
ilegalizó el POUM, sino también se exigió a la CNT que integrara en la
disciplina militar a sus tropas. El gobierno Negrín trató de cambiar la
dirección política y económica de la República beligerante, lo que se
materializó en una disminución del peso de los sindicatos y su práctica
revolucionaria y un aumento de la presencia de los partidos políticos, en
especial del socialista, pero cada vez más del comunista. La influencia del
Partido Comunista creció tanto por ser el interlocutor directo de la Unión
Soviética (de donde procedían las únicas armas que recibía la República)
como por su labor de control sobre los mandos militares y la policía. Al mismo
tiempo, el gobierno Negrín pretendió retomar el control de la economía, en
especial para conseguir una mayor producción de todos los órdenes que paliara
la creciente carencia de víveres y pertrechos civiles y militares. Fue esta
carencia y los reveses continuos en la guerra lo que fue reduciendo la capacidad
operativa del Gobierno hasta el final de la guerra. Llegado éste, sus miembros,
como una parte importante de los ciudadanos fieles a la República, debieron
emprender el camino del exilio. Monumento a Francisco Franco en Melilla. Ante el fracaso del pronunciamiento ordenancista y la
muerte en accidente de aviación de Sanjurjo, se constituyó en Burgos una Junta
de Defensa integrada por militares y presidida por el general Cabanellas, para
hacer frente a una guerra civil que se anunciaba más larga de lo esperado. Sin
embargo, los militares alzados, ya con participación de organizaciones políticas
civiles en el frente y en la organización de la retaguardia, no acababan de
despejar las certidumbres sobre el régimen que se instauraría tras conseguir
la victoria. Los carlistas, tan importantes en la zona norte como inexistentes
en el resto, pretendían imponer su secular solución; los alfonsinos
preconizaban la restauración de la monarquía dinástica en la persona del príncipe
Juan de Borbón; los falangistas pretendían la creación de un Estado de corte
fascista; y cedistas y ultranacionalistas tenían en mente la continuidad de la
República, pero radicalmente transformada en sentido conservador y autoritario.
Hasta ese momento, Franco era uno más de los generales que
había conspirado y se había alzado en armas contra la República, pero estaba
al frente del ejército de África, la unidad más profesional y efectiva de la
que disponían, y además contaba con las simpatías personales de Hitler y
Mussolini, con quien su consejero y cuñado, Serrano Suñer, había entablado
conversaciones directas en solicitud de ayuda material. Estas dos razones
hicieron que Franco pudiera reunir en su mano todo el poder militar y civil del
nuevo Estado embrionario: el 29 de septiembre fue designado Jefe del Gobierno y
generalísimo de los Ejércitos, lo que suponía crear definitivamente una
duplicidad de instituciones con la del bando republicano. Este Estado nacional
fue reconocido al poco tiempo por Alemania, Italia, Portugal y el Vaticano, lo
que le dio el aval diplomático internacional que era ratificado en territorio
español con su supremacía bélica. Franco supo rentabilizar de forma
extraordinaria y muy rápidamente estas circunstancias. Al tener de hecho toda
la fuerza del nuevo Estado, también quiso tenerla de derecho; para eso debía
eliminar toda posible competencia de liderazgo, dotar a su régimen de una base
doctrinalmente definida y conseguir la victoria sobre la República. La capitalidad del nuevo Estado estuvo dividida; en primer lugar en Salamanca se instaló un primer equipo (bajo el nombre de Junta Técnica del Estado) que inició el desarrollo de la administración civil y legislativa del nuevo Estado; a partir de febrero de 1938 la capitalidad se trasladó a Burgos, ya con un ejecutivo formal reunido en Consejo de Ministros; este Consejo estaba presidido por el Jefe del Estado, cargo que Franco se irrogó en sustitución del anterior, Jefe de Gobierno. Esto significaba la total legitimación de la jefatura suprema alcanzada por Franco. D. Francisco Franco
Bahamonde. La base ideológica de la que se partía era un conjunto de
ideas en el fondo poco armónicas, tomadas del falangismo y el tradicionalismo
con añadidos monárquicos y antiliberales. El entramado ideológico fue
utilizado como armazón legitimador para la detentación del poder; lo
verdaderamente importante fue en realidad la conquista del poder, al que se le
trató de dar con posterioridad una carga ideológica de acuerdo al respaldo
recibido para la toma de ese poder. Para ello el gobierno de Franco debió
crearse una base política directa, un partido que respaldase su actuación y a
la vez impidiera cualquier tipo de tensión con el resto de los que
participaban, de uno u otro modo, en el bando nacional. El sistema empleado fue
doble: por un lado, la eliminación incruenta de cualquier personalidad política
que pudiera cuestionar el liderazgo de Franco (el líder tradicionalista Fal
Conde fue exiliado; se prohibió la incorporación a filas de Javier de Borbón-Parma,
pretendiente carlista, y de Juan de Borbón, hijo y heredero dinástico de
Alfonso XIII; y la encarcelación de Manuel Hedilla y la ejecución en prisión
de José Antonio Primo de Rivera por las autoridades republicanas dejó sin sus
grandes líderes a los falangistas). El segundo paso fue decretar la unificación
política de monárquicos, cedistas, carlistas y falangistas; el resultado fue
la creación de un partido único, que tomó el nombre de Falange Española
Tradicionalista y de las JONS, cuyo Jefe Nacional no era otro que el mismo
Franco. La instauración de un "Régimen de mando único y de
partido único", en palabras de Serrano Surrer, significó la superación
de la primitiva administración militar creada para llevar a cabo la sublevación
y el derrocamiento republicano y su transformación en un Estado de corte
autoritario ordenancista. La ordenación político-administrativa del aparato del
Estado se complementó con una considerable labor legislativa. A partir de marzo
de 1938 se decretaron una serie de leyes y se pusieron en marcha unos programas
que, conjuntamente, estaban encaminados a fundamentar jurídicamente el nuevo
Estado y establecer los cauces de control de los distintos sectores económicos,
sociales y culturales. En el campo laboral, sin duda, la ley más importante fue
el Fuero del Trabajo, en el que protocolariamente se otorgaba el derecho -y a la
vez se exigía el deber- del trabajo a todos los españoles; aunque sin duda la
parte más trascendente de la ley era la eliminación de todo canal de
representación sindical, así como el derecho de huelga y asociación. La Iglesia apoyó de forma prácticamente unánime al bando
sublevado, incluso el cardenal primado Pla y Deniel proclamó el 30 de
septiembre de 1936 la "cruzada contra los hijos de Caín", legitimando
el alzamiento de la nación en armas; por todo ello la Iglesia desde el comienzo
recibió importantes prerrogativas. En el ámbito religioso la característica
fue la anulación de toda la legislación que sobre este aspecto había
desarrollado la República; en este sentido se restauró con todos los honores a
la expulsada Compañía de Jesús, fueron suprimidos el matrimonio civil y el
divorcio, los cementerios volvieron a la autoridad eclesiástica y al sistema
educativo reingresaron los centros de enseñanza religiosos. Con todo, lo más
importante en este aspecto fue la transformación del papel de la Iglesia, cuyos
cometidos alcanzaron las bases de la política social del nuevo Estado,
interpretadas a la luz de la doctrina social de la Iglesia. Dos de las leyes más significativas que tomó el Gobierno
de Franco fueron las que atacaron directamente a dos símbolos directos de lo
que la República había pretendido ser: el campo y la prensa. La creación en
abril de 1938 del Servicio Nacional de Reforma Económica y Social de la Tierra
sirvió exclusivamente para ordenar la devolución de las tierras expropiadas y
puestas en colectivización o repartidas entre el campesinado durante la República.
La segunda fue la Ley de Prensa, que no era otra cosa que una legislación de la
censura y la desaparición de toda libertad de expresión. A la altura de mediados de 1938 el bando nacional, que se
había alzado en contra del modelo de la República, había conseguido articular
un nuevo Estado. Pero nadie en el momento de la sublevación había preconizado
lo que dos años después parecía un modelo definitivo. Fueron las
circunstancias de la guerra, la ambición personal de unos dirigentes y, sobre
todo, las posibilidades dadas a quienes tenían en su mano la dirección de la
contienda y el apoyo de potencias extranjeras, lo que hizo que este modelo
acabara imponiéndose. Las fases de la guerra La primera fase se prolongó de julio a noviembre de 1936.
Fue, en realidad, la puesta en marcha del segundo proyecto bélico de los
militares insurgentes si fallaba el pronunciamiento ordenancista: la pinza de
los ejércitos del norte al mando de Mola y las tropas africanas dirigidas por
Franco desde el sur. Mientras el primero logró una rápida conexión de los
territorios bajo control nacionalista en la Meseta, a principio de agosto se
produjo el traslado de las tropas en África hasta la Península; ante el
control casi absoluto de la Marina por tropas leales a la República, el
traslado del ejército colonial en Marruecos se realizó mediante el primer gran
puente aéreo de la historia, para lo que se necesitó la ayuda de la aviación
alemana. Franco controló rápidamente Cádiz y en unión con Yagüe desde
Sevilla dominaron los núcleos antes aislados de Córdoba, Málaga y Granada.
Una rápida movilidad hacia Extremadura permitió la comunicación directa entre
las dos grandes zonas controladas por los nacionales. Inmediatamente se ordenó
el avance sobre Madrid, aunque fue aplazado unos días para ocupar Toledo, donde
se habían hecho fuertes y resistían el cerco los cadetes y mandos de la
Academia de Infantería. En octubre se inició la primera ofensiva sobre Madrid,
pero fue frenada por la acertada defensa desarrollada por Miaja, el general más
prestigioso que permaneció a las órdenes del Gobierno republicano, y, sobre
todo, con la respuesta entusiasta de una población con un exaltado sentido de
defensa de la República que además contó con los primeros auxilios de las
brigadas internacionales. Tras la sorpresa que supuso la dura resistencia de la
capital, lo que suponía el fracaso del segundo plan de los nacionales, la
segunda fase de la guerra se caracterizó por la reorganización de los frentes,
la incorporación del elemento civil al ejército en la zona nacional, la
internacionalización de la guerra y el definitivo establecimiento del liderazgo
de Franco en el bando nacional. Una segunda ofensiva sobre Madrid fue frenada de
nuevo en febrero y marzo (batallas de Jarama y Guadalajara, ésta con la intervención mayoritaria
de soldados italianos en el bando nacional); esto hizo variar sensiblemente los
planes y los combates se centraron en el frente norte. De mayo a octubre de
1937, la bolsa septentrional, todavía bajo control republicano, fue cayendo
paulatinamente: Bilbao en junio, Santander en agosto, Asturias en octubre. Para
aliviar la presión el mando republicano realizó dos maniobras de distracción:
en Brunete, para romper el cerco sobre Madrid, y en Belchite, para tomar
Zaragoza; sin embargo, ambas tentativas fueron rechazadas. La tercera fase de la guerra estuvo determinada por el
logro del bando nacional de dividir en dos partes el territorio todavía
controlado por la República. La iniciativa en esta ocasión correspondió al
mando republicano, que lanzó un fuerte ataque para tomar Teruel en diciembre de
1937; aunque el Estado Mayor nacionalista pretendía reactivar el cerco sobre
Madrid para provocar su definitiva caída, Franco no podía permitir un paso atrás
en Aragón. Con condiciones climáticas muy adversas, el resultado de esta
decisión fue la toma, por unos y por otros, de la ciudad de Teruel, imponiéndose
definitivamente las tropas de Franco. Desde ese emplazamiento una serie de
movimientos condujo a la conquista de Vinaroz y con él la llegada de las tropas
naciones al Mediterráneo y la división de la zona republicana en dos partes
incomunicadas. Para evitar esta escisión el Gobierno republicano lanzó un duro
ataque cruzando el Ebro y tratando de unir Valencia y Cataluña para rodear al
ejército nacional recién llegado al Mediterráneo. Esta campaña dio origen a
la larga y sangrienta batalla del Ebro, que se prolongaría de julio a diciembre
de 1938 y sería ganada por el ejército rebelde, marcando así la definitiva
suerte de la República. La última fase de la guerra es la de la rápida caída de los dos territorios bajo control republicano. Desde finales de diciembre a febrero de 1939 fue ocupada sin grandes problemas Cataluña. A finales de ese mes Franco es reconocido oficialmente como Jefe del Estado por los gobiernos de Francia y Gran Bretaña. Desde comienzos de marzo el avance de las tropas nacionales sobre territorio republicano es constante y sin obstáculos. En Madrid se formó una Junta de Defensa para negociar el final de la guerra, pero Franco exigió la rendición incondicional. Tratando de evitar un sangriento asalto sobre la capital, Madrid cayó el 28 de marzo y en los dos días siguientes, los grandes centros aún bajo control de un Gobierno republicano que había partido hacia el exilio: Valencia, Cartagena, Murcia, Almería y Menorca. El día 1 de abril de 1939 todas las emisoras de radio difundieron el último parte de guerra, prólogo de la dictadura que acababa de comenzar: "En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército rojo, han ocupado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado". Último parte de guerra. Internacionalización de una guerra
civil Aunque fueron causas eminentemente internas y fueron españoles
los que dirigieron y padecieron las consecuencias de la Guerra Civil, no es
posible concebir ésta sin determinados factores operantes en el contexto político
internacional. En primer lugar, la contienda se desarrolló en pleno
crecimiento de los regímenes ordenancistas y en la disputa paneuropea entre
demoliberales y filofascistas. En ese sentido no fue extraño que desde el
comienzo de la guerra amplios sectores populares y grupos antifascistas de toda
Europa (en especial de Francia y Gran Bretaña) y América (de Estados Unidos a
México y Chile) se identificaran con la amenazada República Española. Por
contra, numerosos miembros de los partidos únicos de los regímenes
autoritarios de Alemania, Italia y Portugal no tuvieron problemas en apadrinar
el levantamiento y ayudar material y humanamente a los sublevados, a los que les
unían fuertes afinidades ideológicas. Estas simpatías y afinidades se materializaron en una
considerable participación directa en la guerra de soldados extranjeros. Este
segundo nivel supuso ya una clara internacionalización de la Guerra Civil, pues
en los frentes de Madrid, el País Vasco o Aragón combatieron soldados
voluntarios de media Europa a un lado y otro de las trincheras. Pero la internacionalización definitiva del conflicto se
realizó con la participación directa de varios Estados europeos en la misma.
Ante el estallido de la rebelión militar, el Gobierno frentepopulista realizó
una petición de pertrechos bélicos a León Blum, quien presidía el Gobierno
francés tras haberse impuesto en las elecciones de mayo encabezando la coalición
del Frente Popular. Al mismo tiempo, Franco solicitaba ayuda logística a Hitler
para transportar sus tropas en África hasta la Península; ayuda que le fue
concedida en el plazo de horas, inaugurando una línea de colaboración que no
se rompería hasta los últimos compases de la segunda guerra mundial. Casi de
inmediato se reactivaron los contactos que los monárquicos mantenían con
Mussolini desde 1932. Para ampliar definitivamente el círculo de participantes,
tras algún tiempo de dudas, Stalin decidió ayudar con pertrechos militares a
la República, lo que tuvo una influencia directa en el balance de poder político
entre los partidos que la sostenían en beneficio del Partido Comunista. Toda esta participación extranjera en la guerra se debe
situar en un contexto político internacional con grandes tensiones. La
inestabilidad estaba ocasionada por el cuestionamiento de la Europa salida de la
primera guerra mundial, diseñada en los tratados de paz de París
(especialmente el de Versalles, que atañía a Alemania) y cuyo cumplimiento
estaba teóricamente garantizado por la Sociedad de Naciones. La crisis económica
producida por el crack de 1929 había sembrado de tensiones sociales todos los
países, pero fue en Francia y Gran Bretaña, donde el temor al desbordamiento
ideológico hacía más temerosos a sus gobernantes. Las potencias democráticas
apenas podían impedir la multiplicación de actuaciones que rompían el status
quo, en especial los intentos italianos de crear un imperio en África y las
reclamaciones territoriales alemanes en Centroeuropa. Ante el temor de un nuevo
conflicto mundial Francia y Gran Bretaña estaban dispuestas a transigir en
cuestiones que en principio aparecían como secundarias. Aunque a la vista de lo
sucedido posteriormente parezca difícil de comprender, hacia 1936 las potencias
democráticas creían poder suavizar el régimen de Mussolini y refrenar el
impulso expansivo hitleriano con la satisfacción de unas demandas puntuales,
que además creían en parte justificadas. Aunque causó sorpresa la intervención al lado de los
sublevados españoles de los regímenes nazi-fascistas de Italia y Alemania,
Londres y París no estaban dispuestos a correr el riesgo de multiplicar las
tensiones ni aceptar riesgos por defender a la República. De igual modo que
tampoco lo estuvieron ante la remilitarización de Renania unos meses antes, ni
lo estarían con la anexión de Austria en 1938 o la desmembración de
Checoslovaquia en 1939. De esta actitud nació la idea de impedir una alineación
de bloques por identificación con los bandos contendientes en la guerra civil
española. En agosto de 1936 se realizó una propuesta formal franco-británica
para promover la no intervención internacional en la guerra, a la que se
sumaron gran parte de los Estados europeos, incluidos Italia, Alemania y la URSS.
Para garantizar esta neutralidad se creó el Comité de No
Intervención, que entró en funciones en septiembre. Pero lo que no funcionó
nunca fue la no intervención, pues Alemania e Italia continuaron enviando
materiales y hombres en cantidades crecientes. Que desde el primer momento
Hitler personificase su destinatario en Franco y sólo en Franco, al igual que
acabara haciéndolo Mussolini, tuvo unas repercusiones extraordinarias en el
futuro del general y sobre todo en el futuro Estado nacional. De igual modo, la
URSS argumentó la colaboración nazi-fascista para justificar sus envíos en
material y expertos militares; que éstos fueran destinados a ayudar a la República,
pero exclusivamente a través del Partido Comunista, también tuvo unas
repercusiones trascendentales en la evolución política del bando republicano. La Guerra Civil española tuvo unos efectos muy importantes
en la política internacional: completó la división de Europa en dos bandos
enfrentados; complementó, junto con otros acontecimientos coetáneos, el
derrumbe del orden internacional dictado desde Versalles; evidenció la
ineficacia de la Sociedad de Naciones; y sembró de anuncios el futuro choque
entre las democracias liberales y el fascismo. Esta guerra nunca fue
exclusivamente una guerra civil. De hecho, puede considerarse como una primera
fase de la segunda guerra mundial.
Consecuencias de una década dramática La década de los años treinta, que comenzó con una
dictadura y bajo los primeros efectos de la convulsión económica producida por
la crisis de 1929, acabó con otra dictadura y bajo los anuncios de una mayor
convulsión, esta vez bélica, que transformaría profundamente tanto la economía
mundial como el panorama político internacional. La experiencia democrática más
avanzada que había tenido España no pudo soportar el cúmulo de circunstancias
adversas que impidieron su continuidad. No es cierto, como en ocasiones se ha
asegurado, que la República estuviera condenada a desaparecer por los
condicionantes internacionales e internos que debió padecer; no pudo acabar
superándolos, pero si algo demostró el período republicano fue la
responsabilidad básica de todos los agentes operantes, comenzando por los
responsables políticos, sindicales y sociales y acabando por cada uno de los
ciudadanos que, mediante su apoyo a una determinada opción, determinó en gran
parte el futuro de su país. Se ha asegurado que el mayor elogio que se puede decir de
la República consiste en recordar lo que intentó ser; nunca como entonces España
había gozado de una democracia homologable a las más avanzadas de la Europa
occidental. Pero las dificultadas acumuladas impidieron su mantenimiento; las
causas de este derrumbe pueden sintetizarse en cuatro grupos: a nivel político
se evidenció la dificultad de consolidar un partido centro o grupo de ellos que
sirvieran de plataforma sustentadora básica del régimen, lo que produjo una
paulatina radicalización del electorado. A nivel social, persistió una gran
diferenciación iniciada con el nacimiento de la República entre la clase política
y la sociedad, entre los programas ideados por los gobernantes y la capacidad
real de asimilación de la sociedad. En cuanto a lo económico, la crisis
mundial afectó menos a España que a los países europeos desarrollados,
precisamente por el retraso que su sistema económico venía arrastrando, pero
la retirada de la ayuda internacional (banqueros ingleses, holandeses y alemanes
cancelaron empréstitos a la joven República en 1931 que unos meses antes habían
concedido a la feneciente monarquía) y ese mismo retraso en el desarrollo
impidieron la generación de puestos de trabajo y fuentes de riqueza que
sirvieran para satisfacer las demandas que la misma proclamación de la República
había creado. Finalmente, la experiencia democrática de la República llegó a
España cuando el escenario europeo se transformaba y radicalizaba en el
enfrentamiento entre comunismo y fascismo; la clase política que había
alcanzado el poder con la república hacía mucho tiempo que contemplaba a
Europa con un deseo de emulación, pero la España de los años treinta sólo
podía mirar a una Europa que parecía enloquecer. Sin embargo, la gran causa de la quiebra de la experiencia
democrática republicana radicó en la negación de una buena parte de la
sociedad española; por intereses personales o corporativos, por temor a una
revolución o a la pérdida de una cierta identidad nacional, esa parte de la
sociedad quiso, y consiguió, destruir la República. La Guerra Civil no es otra
cosa que el enfrentamiento entre aquellos que pensaban poner término a la República
y aquellos que lucharon por su persistencia. El resultado de ese enfrentamiento fueron tres años de
muerte y destrucción. Unos 600.000 españoles murieron por causas directamente
achacables a la guerra; a su término unos 270.000 estaban detenidos en campos
de concentración y 300.000 partieron al exilio. Los daños materiales han sido
difícilmente cuantificables; baste decir, que los niveles de la economía española
de antes de la guerra no se recuperaron hasta veinte años después de su final.
Pero tal vez lo más importante fue que el resultado de la guerra hizo perpetuar
la división de las dos Españas y el sometimiento de una de ellas a una
dictadura impuesta en nombre de la otra, pero de la que eran víctimas las dos. El último parte de la contienda señalaba el 1 de abril de
1939 "la guerra ha terminado". Pero la paz aún tardaría en llegar.
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