Guerra Civil Española (1936 - 1939)

 

 

La conspiración contra la República

  El proceso democrático republicano estaba herido de muerte mucho antes del asesinato de Calvo Sotelo. A la altura de julio de 1936 e independientemente de la crispación creciente y la paulatina debilitación del gobierno, existían varios grupos preparando un golpe de Estado que acabara con la legalidad constitucional. El más antiguo de ellos era la trama cívico-militar de carácter monárquico que había protagonizado, en agosto de 1932, el fracasado golpe de Sanjurjo y hasta 1936 persistió en su intento de retornar al régimen anterior por cualquier medio posible. El segundo gran grupo de conspiradores pertenecían a la extrema derecha; Primo de Rivera pretendió organizar un golpe de fuerza en el otoño de 1935, pero la indiferencia de los militares que fueron sondeados paralizó la organización. El tercer grupo fue sin duda el más importante, pues en su mano estaban nada menos que  la mayor parte de las mejores unidades del Ejército regular; entre 1933 y 1935 la conspiración castrense estuvo dirigida por la Unión Militar Española (UME), un colectivo secreto de jefes y oficiales que fue ganando influencia en los cuarteles pero sin alcanzar a seducir al generalato. A partir de 1935 los altos mandos entraron en contacto con la UME e iniciaron una segunda y rigurosa fase de la conspiración; ésta no tenía un carácter ideológico tan marcado como las anteriores, y pretendía con su acción la restauración del orden público y la reforma constitucional en aspectos sensibles a los conservadores.

  Los resultados electorales con el triunfo del Frente Popular tuvieron un doble efecto en la trama conspirativa; por una parte muchos militares indecisos con anterioridad se decidieron definitivamente a sumarse a la conjura; por otra, los tres grupos anteriores acabaron uniendo sus iniciativas bajo dirección militar. El 8 de marzo se celebró en Madrid una reunión de altos mandos que organizaron una Junta Militar secreta para la organización y ejecución de un pronunciamiento que derribara al gobierno frentepopulista; esta Junta Militar, que contaba con la infraestructura de la UME, estaba presidida desde el exilio por Sanjurjo y pertenecían a ella los generales Mola, Franco, Goded, Saliquet, Fanjul, Ponte, Orgaz y Varela.

  Por medio de oficiales fieles a la República y de personalidades políticas tan dispares como Gil Robles e Indalecio Prieto, el Gobierno tenía noticias de las actividades de la UME y el entramado de la Junta Militar. El Gobierno reaccionó pronto ante las noticias de conspiración, pero su reacción fue tímida: detuvo a Orgaz y Varela y destinó al resto de los principales conspiradores a plazas alejadas de Madrid (Mola a Pamplona, Franco a Canarias, y Goded a Mallorca). Esto hizo que el Gobierno se sintiera seguro de controlar a los mandos superiores del Ejército y nada se hizo para investigar y descomponer la trama.

  A comienzos de julio los preparativos estaban ultimados. Mola se había convertido en el principal organizador del golpe, recibiendo una propicia acogida en Navarra, donde los carlistas pusieron a su disposición todos los preparativos que ya habían adelantado. El Director, como era conocido entre los conspiradores, pretendía que se realizara un golpe de Estado clásico: un rápido golpe de mano militar (con la sublevación coordinada de todas las guarniciones militares) que provocaría una inmediata caída del Gobierno. En caso de que esto no sucediera, la sublevación de las distintas regiones militares sería el preámbulo de la declaración del estado de guerra: Mola, desde el norte, y Franco, con el ejército de África desde el sur, convergerían sobre Madrid, donde Fanjul habría sublevado los cuarteles. Si el triunfo no era inmediato, los enfrentamientos durarían unas semanas; dos o tres meses a lo sumo si sindicatos y partidos de izquierda se hacían con armas y ofrecían resistencia. Después Sanjurjo desde Portugal, donde estaba exiliado, volaría a Madrid para encabezar un directorio militar al estilo del instaurado por Miguel Primo de Rivera trece años antes.

  Todo estaba preparado; tan sólo faltaba una ocasión propicia. El doble crimen del teniente Castillo y Calvo Sotelo sirvió como justificación para encender la mecha de la mayor tragedia en la España del siglo XX.

 

El alzamiento y la Guerra Civil

  La sublevación militar contra el legítimo Gobierno de la República acabó siendo designada por los ideólogos golpistas con la costista expresión de Alzamiento Nacional. En realidad, no lo fue hasta que fracasaron las expectativas de los dirigentes militares de un golpe de Estado rápido y contundente cuando de hecho se dio entrada en el movimiento sedicioso a partidos y agrupaciones capaces de movilizar masas importantes. Los primeros acontecimientos fueron protagonizados exclusivamente por unidades militares; la sublevación comenzó el 17 de julio en Melilla y al día siguiente se habían sumado gran parte de las guarniciones militares, aunque fracasaron la mayor parte de ellas. El triunfo o fracaso de los insurgentes en los diferentes lugares dependió del grado de preparación del golpe, del ambiente político en la región y, en ocasiones, de la mera casualidad; se impusieron rápidamente en Galicia, la Castilla del norte, Aragón, Navarra, Canarias, Mallorca y las plazas africanas; y fracasaron en las grandes ciudades y en las regiones industriales.

  En Madrid los sublevados apenas pudieron hacerse con el aeródromo de Cuatro Vientos y con el Cuartel de la Montaña; ambos centros fueron tomados, tras cortos pero sangrientos combates, por unidades fieles a la República y por las primeras masas de obreros que fueron armadas por los sindicatos. La sublevación en Barcelona dependía de que se pusiera al frente de ella el general Goded, que había levantado Mallorca, pero incluso antes de su llegada la situación había sido controlada por las autoridades republicanas y de la Generalitat, pero sobre todo por la intervención de las masas sindicales armadas, en especial de la CNT. Por contra, la delicada situación del general Queipo de Llano en Sevilla logró salvarla con un ejercicio insólito de imaginación, utilizando la presión psicológica sobre la población mediante emisiones de radio y haciendo circular constantemente a las escasas unidades que disponía.

La primera semana de la sublevación fue crítica y en gran parte la suerte de la República se jugó en las decisiones de los dirigentes de uno y otro bando. Sanjurjo, que debía hacerse cargo de la dirección de la campaña, murió en un accidente de aviación, dejando descabezada momentáneamente la jefatura de los nacionales, como desde un principio se autodenominaron. El gobierno republicano tenía en sus manos los medios suficientes para abortar la intentona golpista.

  El fracaso de un pronunciamiento rápido y contundente dio paso al segundo plan de guerra: la tenaza sobre Madrid del ejército del norte y el de África, al frente de los cuales se encontraban los generales Mola y Franco. El hecho que hizo saltar las posibilidades de la República fue el traslado de las unidades del ejército colonial en Marruecos a la Península; era el único cuerpo militar con real experiencia de combate y su actuación fue decisiva. Pero incluso esta segunda fase resultó también fallida ante la resistencia de la capital; este relativo fracaso del Alzamiento hizo que España quedara dividida en dos. Lo que se había preparado como una corta campaña degeneró en una cruenta Guerra Civil que, contra todas las expectativas anteriores, duraría tres años.

 

La República beligerante

Ante la consumación del golpe de Estado el gobierno de la República responde con una moderación que en parte buscaba cauces de diálogo con los insurgentes y en parte demostraba su escasa capacidad de reacción. El mismo 18 de julio, Casares Quiroga dimitió e inmediatamente se formó un nuevo Gobierno presidido por Martínez Barrio, que intentó entablar negociaciones con Mola y se opuso a entregar armas a los obreros, como pretendían socialistas y anarquistas, ante el temor de que se produjera una revolución proletaria desde el interior de la República. Cuando Mola rechazó la negociación, las presiones socialistas aumentaron y el gobierno, que se había formado cuando se encendían los faroles de Madrid ese 18 de julio, dimitió antes de que se apagaran a la mañana siguiente.

El nuevo Gobierno de la República lo presidió José Giral, que fue quien realmente tomó las primeras medidas para transformar la labor ordinaria de gobierno y hacer frente a la guerra; las más importantes de estas medidas fueron la transformación de la Guardia Civil en Guardia Nacional Republicana y la incautación de las industrias y tierras abandonadas por sus dueños. Sin embargo, la marcha de la guerra fue muy negativa para la causa republicana; el avance de las tropas nacionales sobre Madrid hizo que Giral renunciara a sus poderes en septiembre.

Se formó un nuevo gabinete de concentración con mayoría socialista, al frente del cual se situó el líder socialista Largo Caballero, que transformó radicalmente el modo de llevar la guerra, lo que abrió una lucha interna en el bando republicano. Sin un ejército regular de las dimensiones del de los sublevados que oponer a su avance y con buena parte de los mandos que había permanecido fieles a la República bajo sospecha, Largo alimentó su fama de Lenin español con la decisión de levantar en muy corto espacio de tiempo un ejército republicano al estilo del Ejército Rojo, formado de la nada por los bolcheviques para defender la Revolución en la guerra civil contra los Ejércitos Blancos. Para ello, Largo pretendía basar la fuerza del ejército republicano en la alianza de los sindicatos UGT y CNT, como únicas fuerzas capaces de movilizar a las clases trabajadoras en favor de la República.

Frente a esta idea se encontraba buena parte del Partido Socialista y, sobre todo, el Partido Comunista, fuerza minúscula al comienzo de la guerra pero con una gran capacidad de dirección en la guerra y con la fuerza que le otorgaba ser el receptor directo de la ayuda en material militar que llegaba procedente de la URSS. Ambas fuerzas pretendían concentrar todo el poder en el estado -y los partidos políticos que lo sostenían-, arrebatando el control de la contienda a los sindicatos.

Ante el cerco del ejército nacionalista a Madrid, el gobierno de la República y las Cortes abandonaron la capital y se instalaron en Valencia. Allí reunidas, las Cortes aprobaron el estatuto de autonomía vasco, que apenas pudo tener aplicación ante la caída de su territorio bajo el control de los alzados. La importancia dada por Largo Caballero a las centrales sindicales permitió que la CNT y la FAI llevaran a cabo una revolución social paralela al desarrollo de la guerra. Esta revolución se materializó en la expropiación y colectivización de industrias y tierras de cultivo, sin el consentimiento, pero también sin la oposición real del gobierno; las zonas más afectadas por esta revolución social fueron Cataluña, donde la CNT llegó a controlar cerca del 70% de las empresas, y la parte de Aragón aún en manos republicanas, donde se implantó una reforma agraria colectivizadora.

Frente a la opción tomada por Largo Caballero, tanto el Partido Socialista como el Comunista entendieron que la victoria en la contienda civil dependía de la capacidad de entendimiento entre ambas fuerzas políticas y la participación de todos los defensores de la República. A este conjunto resultaban ajenos los anarquistas, primero porque buena parte de ellos pretendían realizar -tal como estaban haciendo en Cataluña- una verdadera revolución interior e implantar un comunismo libertario radicalmente opuesto a la legalidad constitucional republicana; en segundo lugar porque su falta de disciplina y la negación de sus líderes de militarizar sus tropas estaban evidenciado su ineficacia en los frentes. El acuerdo entre socialistas y comunistas triunfó inicialmente en Cataluña con la creación del Partido Socialista Unificado de Cataluña (PSUC), que pretendía eliminar a la CNT y el POUM, lo que produjo sangrientos enfrentamientos en las calles de Barcelona en mayo de 1937. La negación de Largo Caballero de ilegalizar al POUM le enfrentó a los dirigentes de su propio partido y al cada día más poderoso PCE, lo que le condujo a la dimisión.

Le sustituyó al frente del Gobierno el también socialista Negrín, y tomó la cartera de Defensa Prieto; inmediatamente, no sólo se ilegalizó el POUM, sino también se exigió a la CNT que integrara en la disciplina militar a sus tropas. El gobierno Negrín trató de cambiar la dirección política y económica de la República beligerante, lo que se materializó en una disminución del peso de los sindicatos y su práctica revolucionaria y un aumento de la presencia de los partidos políticos, en especial del socialista, pero cada vez más del comunista. La influencia del Partido Comunista creció tanto por ser el interlocutor directo de la Unión Soviética (de donde procedían las únicas armas que recibía la República) como por su labor de control sobre los mandos militares y la policía. Al mismo tiempo, el gobierno Negrín pretendió retomar el control de la economía, en especial para conseguir una mayor producción de todos los órdenes que paliara la creciente carencia de víveres y pertrechos civiles y militares. Fue esta carencia y los reveses continuos en la guerra lo que fue reduciendo la capacidad operativa del Gobierno hasta el final de la guerra. Llegado éste, sus miembros, como una parte importante de los ciudadanos fieles a la República, debieron emprender el camino del exilio.

 

  La organización de un Estado

  La división de España en dos produjo también la existencia de hecho de dos Estados y dos gobiernos. Pero si la dinámica del republicano fue la de enfrentamientos internos y la paulatina pérdida de territorio y posibilidades de ganar la guerra, el bando nacional se caracterizó por la rápida organización de la dirección, basada en la centralización y la militarización del mando. Pero, sobre todo, la conformación del nuevo Estado estuvo basada en la creciente encarnación del poder en una única persona: Franco.

Monumento a Francisco Franco en Melilla.

Ante el fracaso del pronunciamiento ordenancista y la muerte en accidente de aviación de Sanjurjo, se constituyó en Burgos una Junta de Defensa integrada por militares y presidida por el general Cabanellas, para hacer frente a una guerra civil que se anunciaba más larga de lo esperado. Sin embargo, los militares alzados, ya con participación de organizaciones políticas civiles en el frente y en la organización de la retaguardia, no acababan de despejar las certidumbres sobre el régimen que se instauraría tras conseguir la victoria. Los carlistas, tan importantes en la zona norte como inexistentes en el resto, pretendían imponer su secular solución; los alfonsinos preconizaban la restauración de la monarquía dinástica en la persona del príncipe Juan de Borbón; los falangistas pretendían la creación de un Estado de corte fascista; y cedistas y ultranacionalistas tenían en mente la continuidad de la República, pero radicalmente transformada en sentido conservador y autoritario.

Hasta ese momento, Franco era uno más de los generales que había conspirado y se había alzado en armas contra la República, pero estaba al frente del ejército de África, la unidad más profesional y efectiva de la que disponían, y además contaba con las simpatías personales de Hitler y Mussolini, con quien su consejero y cuñado, Serrano Suñer, había entablado conversaciones directas en solicitud de ayuda material. Estas dos razones hicieron que Franco pudiera reunir en su mano todo el poder militar y civil del nuevo Estado embrionario: el 29 de septiembre fue designado Jefe del Gobierno y generalísimo de los Ejércitos, lo que suponía crear definitivamente una duplicidad de instituciones con la del bando republicano. Este Estado nacional fue reconocido al poco tiempo por Alemania, Italia, Portugal y el Vaticano, lo que le dio el aval diplomático internacional que era ratificado en territorio español con su supremacía bélica. Franco supo rentabilizar de forma extraordinaria y muy rápidamente estas circunstancias. Al tener de hecho toda la fuerza del nuevo Estado, también quiso tenerla de derecho; para eso debía eliminar toda posible competencia de liderazgo, dotar a su régimen de una base doctrinalmente definida y conseguir la victoria sobre la República.

La capitalidad del nuevo Estado estuvo dividida; en primer lugar en  Salamanca se instaló un primer equipo (bajo el nombre de Junta Técnica del Estado) que inició el desarrollo de la administración civil y legislativa del nuevo Estado; a partir de febrero de 1938 la capitalidad se trasladó a Burgos, ya con un ejecutivo formal reunido en Consejo de Ministros; este Consejo estaba presidido por el Jefe del Estado, cargo que Franco se irrogó en sustitución del anterior, Jefe de Gobierno. Esto significaba la total legitimación de la jefatura suprema alcanzada por Franco.

D. Francisco Franco Bahamonde.

La base ideológica de la que se partía era un conjunto de ideas en el fondo poco armónicas, tomadas del falangismo y el tradicionalismo con añadidos monárquicos y antiliberales. El entramado ideológico fue utilizado como armazón legitimador para la detentación del poder; lo verdaderamente importante fue en realidad la conquista del poder, al que se le trató de dar con posterioridad una carga ideológica de acuerdo al respaldo recibido para la toma de ese poder. Para ello el gobierno de Franco debió crearse una base política directa, un partido que respaldase su actuación y a la vez impidiera cualquier tipo de tensión con el resto de los que participaban, de uno u otro modo, en el bando nacional. El sistema empleado fue doble: por un lado, la eliminación incruenta de cualquier personalidad política que pudiera cuestionar el liderazgo de Franco (el líder tradicionalista Fal Conde fue exiliado; se prohibió la incorporación a filas de Javier de Borbón-Parma, pretendiente carlista, y de Juan de Borbón, hijo y heredero dinástico de Alfonso XIII; y la encarcelación de Manuel Hedilla y la ejecución en prisión de José Antonio Primo de Rivera por las autoridades republicanas dejó sin sus grandes líderes a los falangistas). El segundo paso fue decretar la unificación política de monárquicos, cedistas, carlistas y falangistas; el resultado fue la creación de un partido único, que tomó el nombre de Falange Española Tradicionalista y de las JONS, cuyo Jefe Nacional no era otro que el mismo Franco.

La instauración de un "Régimen de mando único y de partido único", en palabras de Serrano Surrer, significó la superación de la primitiva administración militar creada para llevar a cabo la sublevación y el derrocamiento republicano y su transformación en un Estado de corte autoritario ordenancista.

La ordenación político-administrativa del aparato del Estado se complementó con una considerable labor legislativa. A partir de marzo de 1938 se decretaron una serie de leyes y se pusieron en marcha unos programas que, conjuntamente, estaban encaminados a fundamentar jurídicamente el nuevo Estado y establecer los cauces de control de los distintos sectores económicos, sociales y culturales. En el campo laboral, sin duda, la ley más importante fue el Fuero del Trabajo, en el que protocolariamente se otorgaba el derecho -y a la vez se exigía el deber- del trabajo a todos los españoles; aunque sin duda la parte más trascendente de la ley era la eliminación de todo canal de representación sindical, así como el derecho de huelga y asociación.

La Iglesia apoyó de forma prácticamente unánime al bando sublevado, incluso el cardenal primado Pla y Deniel proclamó el 30 de septiembre de 1936 la "cruzada contra los hijos de Caín", legitimando el alzamiento de la nación en armas; por todo ello la Iglesia desde el comienzo recibió importantes prerrogativas. En el ámbito religioso la característica fue la anulación de toda la legislación que sobre este aspecto había desarrollado la República; en este sentido se restauró con todos los honores a la expulsada Compañía de Jesús, fueron suprimidos el matrimonio civil y el divorcio, los cementerios volvieron a la autoridad eclesiástica y al sistema educativo reingresaron los centros de enseñanza religiosos. Con todo, lo más importante en este aspecto fue la transformación del papel de la Iglesia, cuyos cometidos alcanzaron las bases de la política social del nuevo Estado, interpretadas a la luz de la doctrina social de la Iglesia.

Dos de las leyes más significativas que tomó el Gobierno de Franco fueron las que atacaron directamente a dos símbolos directos de lo que la República había pretendido ser: el campo y la prensa. La creación en abril de 1938 del Servicio Nacional de Reforma Económica y Social de la Tierra sirvió exclusivamente para ordenar la devolución de las tierras expropiadas y puestas en colectivización o repartidas entre el campesinado durante la República. La segunda fue la Ley de Prensa, que no era otra cosa que una legislación de la censura y la desaparición de toda libertad de expresión.

A la altura de mediados de 1938 el bando nacional, que se había alzado en contra del modelo de la República, había conseguido articular un nuevo Estado. Pero nadie en el momento de la sublevación había preconizado lo que dos años después parecía un modelo definitivo. Fueron las circunstancias de la guerra, la ambición personal de unos dirigentes y, sobre todo, las posibilidades dadas a quienes tenían en su mano la dirección de la contienda y el apoyo de potencias extranjeras, lo que hizo que este modelo acabara imponiéndose.

 

Las fases de la guerra

  Aunque se pensaba en una rápida campaña militar, la Guerra Civil duró casi tres años. La dinámica de la contienda, una vez diseñado el mapa resultante del alzamiento, se redujo a un avance casi constante de los sublevados. A grandes rasgos la Guerra Civil puede dividirse de hecho en cuatro fases principales, coincidentes con los grandes movimientos de tropas y el choque de los frentes.

La primera fase se prolongó de julio a noviembre de 1936. Fue, en realidad, la puesta en marcha del segundo proyecto bélico de los militares insurgentes si fallaba el pronunciamiento ordenancista: la pinza de los ejércitos del norte al mando de Mola y las tropas africanas dirigidas por Franco desde el sur. Mientras el primero logró una rápida conexión de los territorios bajo control nacionalista en la Meseta, a principio de agosto se produjo el traslado de las tropas en África hasta la Península; ante el control casi absoluto de la Marina por tropas leales a la República, el traslado del ejército colonial en Marruecos se realizó mediante el primer gran puente aéreo de la historia, para lo que se necesitó la ayuda de la aviación alemana. Franco controló rápidamente Cádiz y en unión con Yagüe desde Sevilla dominaron los núcleos antes aislados de Córdoba, Málaga y Granada. Una rápida movilidad hacia Extremadura permitió la comunicación directa entre las dos grandes zonas controladas por los nacionales. Inmediatamente se ordenó el avance sobre Madrid, aunque fue aplazado unos días para ocupar Toledo, donde se habían hecho fuertes y resistían el cerco los cadetes y mandos de la Academia de Infantería. En octubre se inició la primera ofensiva sobre Madrid, pero fue frenada por la acertada defensa desarrollada por Miaja, el general más prestigioso que permaneció a las órdenes del Gobierno republicano, y, sobre todo, con la respuesta entusiasta de una población con un exaltado sentido de defensa de la República que además contó con los primeros auxilios de las brigadas internacionales.

Tras la sorpresa que supuso la dura resistencia de la capital, lo que suponía el fracaso del segundo plan de los nacionales, la segunda fase de la guerra se caracterizó por la reorganización de los frentes, la incorporación del elemento civil al ejército en la zona nacional, la internacionalización de la guerra y el definitivo establecimiento del liderazgo de Franco en el bando nacional. Una segunda ofensiva sobre Madrid fue frenada de nuevo en febrero y marzo (batallas de Jarama   y Guadalajara, ésta con la intervención mayoritaria de soldados italianos en el bando nacional); esto hizo variar sensiblemente los planes y los combates se centraron en el frente norte. De mayo a octubre de 1937, la bolsa septentrional, todavía bajo control republicano, fue cayendo paulatinamente: Bilbao en junio, Santander en agosto, Asturias en octubre. Para aliviar la presión el mando republicano realizó dos maniobras de distracción: en Brunete, para romper el cerco sobre Madrid, y en Belchite, para tomar Zaragoza; sin embargo, ambas tentativas fueron rechazadas.

La tercera fase de la guerra estuvo determinada por el logro del bando nacional de dividir en dos partes el territorio todavía controlado por la República. La iniciativa en esta ocasión correspondió al mando republicano, que lanzó un fuerte ataque para tomar Teruel en diciembre de 1937; aunque el Estado Mayor nacionalista pretendía reactivar el cerco sobre Madrid para provocar su definitiva caída, Franco no podía permitir un paso atrás en Aragón. Con condiciones climáticas muy adversas, el resultado de esta decisión fue la toma, por unos y por otros, de la ciudad de Teruel, imponiéndose definitivamente las tropas de Franco. Desde ese emplazamiento una serie de movimientos condujo a la conquista de Vinaroz y con él la llegada de las tropas naciones al Mediterráneo y la división de la zona republicana en dos partes incomunicadas. Para evitar esta escisión el Gobierno republicano lanzó un duro ataque cruzando el Ebro y tratando de unir Valencia y Cataluña para rodear al ejército nacional recién llegado al Mediterráneo. Esta campaña dio origen a la larga y sangrienta batalla del Ebro, que se prolongaría de julio a diciembre de 1938 y sería ganada por el ejército rebelde, marcando así la definitiva suerte de la República.

La última fase de la guerra es la de la rápida caída de los dos territorios bajo control republicano. Desde finales de diciembre a febrero de 1939 fue ocupada sin grandes problemas Cataluña. A finales de ese mes Franco es reconocido oficialmente como Jefe del Estado por los gobiernos de Francia y Gran Bretaña. Desde comienzos de marzo el avance de las tropas nacionales sobre territorio republicano es constante y sin obstáculos. En Madrid se formó una Junta de Defensa para negociar el final de la guerra, pero Franco exigió la rendición incondicional. Tratando de evitar un sangriento asalto sobre la capital, Madrid cayó el 28 de marzo y en los dos días siguientes, los grandes centros aún bajo control de un Gobierno republicano que había partido hacia el exilio: Valencia, Cartagena, Murcia, Almería y Menorca. El día 1 de abril de 1939 todas las emisoras de radio difundieron el último parte de guerra, prólogo de la dictadura que acababa de comenzar: "En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército rojo, han ocupado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado".

Último parte de guerra.

 

Internacionalización de una guerra civil

Aunque fueron causas eminentemente internas y fueron españoles los que dirigieron y padecieron las consecuencias de la Guerra Civil, no es posible concebir ésta sin determinados factores operantes en el contexto político internacional.

En primer lugar, la contienda se desarrolló en pleno crecimiento de los regímenes ordenancistas y en la disputa paneuropea entre demoliberales y filofascistas. En ese sentido no fue extraño que desde el comienzo de la guerra amplios sectores populares y grupos antifascistas de toda Europa (en especial de Francia y Gran Bretaña) y América (de Estados Unidos a México y Chile) se identificaran con la amenazada República Española. Por contra, numerosos miembros de los partidos únicos de los regímenes autoritarios de Alemania, Italia y Portugal no tuvieron problemas en apadrinar el levantamiento y ayudar material y humanamente a los sublevados, a los que les unían fuertes afinidades ideológicas.

Estas simpatías y afinidades se materializaron en una considerable participación directa en la guerra de soldados extranjeros. Este segundo nivel supuso ya una clara internacionalización de la Guerra Civil, pues en los frentes de Madrid, el País Vasco o Aragón combatieron soldados voluntarios de media Europa a un lado y otro de las trincheras.

Pero la internacionalización definitiva del conflicto se realizó con la participación directa de varios Estados europeos en la misma. Ante el estallido de la rebelión militar, el Gobierno frentepopulista realizó una petición de pertrechos bélicos a León Blum, quien presidía el Gobierno francés tras haberse impuesto en las elecciones de mayo encabezando la coalición del Frente Popular. Al mismo tiempo, Franco solicitaba ayuda logística a Hitler para transportar sus tropas en África hasta la Península; ayuda que le fue concedida en el plazo de horas, inaugurando una línea de colaboración que no se rompería hasta los últimos compases de la segunda guerra mundial. Casi de inmediato se reactivaron los contactos que los monárquicos mantenían con Mussolini desde 1932. Para ampliar definitivamente el círculo de participantes, tras algún tiempo de dudas, Stalin decidió ayudar con pertrechos militares a la República, lo que tuvo una influencia directa en el balance de poder político entre los partidos que la sostenían en beneficio del Partido Comunista.

Toda esta participación extranjera en la guerra se debe situar en un contexto político internacional con grandes tensiones. La inestabilidad estaba ocasionada por el cuestionamiento de la Europa salida de la primera guerra mundial, diseñada en los tratados de paz de París (especialmente el de Versalles, que atañía a Alemania) y cuyo cumplimiento estaba teóricamente garantizado por la Sociedad de Naciones. La crisis económica producida por el crack de 1929 había sembrado de tensiones sociales todos los países, pero fue en Francia y Gran Bretaña, donde el temor al desbordamiento ideológico hacía más temerosos a sus gobernantes. Las potencias democráticas apenas podían impedir la multiplicación de actuaciones que rompían el status quo, en especial los intentos italianos de crear un imperio en África y las reclamaciones territoriales alemanes en Centroeuropa. Ante el temor de un nuevo conflicto mundial Francia y Gran Bretaña estaban dispuestas a transigir en cuestiones que en principio aparecían como secundarias. Aunque a la vista de lo sucedido posteriormente parezca difícil de comprender, hacia 1936 las potencias democráticas creían poder suavizar el régimen de Mussolini y refrenar el impulso expansivo hitleriano con la satisfacción de unas demandas puntuales, que además creían en parte justificadas.

Aunque causó sorpresa la intervención al lado de los sublevados españoles de los regímenes nazi-fascistas de Italia y Alemania, Londres y París no estaban dispuestos a correr el riesgo de multiplicar las tensiones ni aceptar riesgos por defender a la República. De igual modo que tampoco lo estuvieron ante la remilitarización de Renania unos meses antes, ni lo estarían con la anexión de Austria en 1938 o la desmembración de Checoslovaquia en 1939. De esta actitud nació la idea de impedir una alineación de bloques por identificación con los bandos contendientes en la guerra civil española. En agosto de 1936 se realizó una propuesta formal franco-británica para promover la no intervención internacional en la guerra, a la que se sumaron gran parte de los Estados europeos, incluidos Italia, Alemania y la URSS.

Para garantizar esta neutralidad se creó el Comité de No Intervención, que entró en funciones en septiembre. Pero lo que no funcionó nunca fue la no intervención, pues Alemania e Italia continuaron enviando materiales y hombres en cantidades crecientes. Que desde el primer momento Hitler personificase su destinatario en Franco y sólo en Franco, al igual que acabara haciéndolo Mussolini, tuvo unas repercusiones extraordinarias en el futuro del general y sobre todo en el futuro Estado nacional. De igual modo, la URSS argumentó la colaboración nazi-fascista para justificar sus envíos en material y expertos militares; que éstos fueran destinados a ayudar a la República, pero exclusivamente a través del Partido Comunista, también tuvo unas repercusiones trascendentales en la evolución política del bando republicano.

La Guerra Civil española tuvo unos efectos muy importantes en la política internacional: completó la división de Europa en dos bandos enfrentados; complementó, junto con otros acontecimientos coetáneos, el derrumbe del orden internacional dictado desde Versalles; evidenció la ineficacia de la Sociedad de Naciones; y sembró de anuncios el futuro choque entre las democracias liberales y el fascismo. Esta guerra nunca fue exclusivamente una guerra civil. De hecho, puede considerarse como una primera fase de la segunda guerra mundial.

 

Consecuencias de una década dramática

La década de los años treinta, que comenzó con una dictadura y bajo los primeros efectos de la convulsión económica producida por la crisis de 1929, acabó con otra dictadura y bajo los anuncios de una mayor convulsión, esta vez bélica, que transformaría profundamente tanto la economía mundial como el panorama político internacional. La experiencia democrática más avanzada que había tenido España no pudo soportar el cúmulo de circunstancias adversas que impidieron su continuidad. No es cierto, como en ocasiones se ha asegurado, que la República estuviera condenada a desaparecer por los condicionantes internacionales e internos que debió padecer; no pudo acabar superándolos, pero si algo demostró el período republicano fue la responsabilidad básica de todos los agentes operantes, comenzando por los responsables políticos, sindicales y sociales y acabando por cada uno de los ciudadanos que, mediante su apoyo a una determinada opción, determinó en gran parte el futuro de su país.

Se ha asegurado que el mayor elogio que se puede decir de la República consiste en recordar lo que intentó ser; nunca como entonces España había gozado de una democracia homologable a las más avanzadas de la Europa occidental. Pero las dificultadas acumuladas impidieron su mantenimiento; las causas de este derrumbe pueden sintetizarse en cuatro grupos: a nivel político se evidenció la dificultad de consolidar un partido centro o grupo de ellos que sirvieran de plataforma sustentadora básica del régimen, lo que produjo una paulatina radicalización del electorado. A nivel social, persistió una gran diferenciación iniciada con el nacimiento de la República entre la clase política y la sociedad, entre los programas ideados por los gobernantes y la capacidad real de asimilación de la sociedad. En cuanto a lo económico, la crisis mundial afectó menos a España que a los países europeos desarrollados, precisamente por el retraso que su sistema económico venía arrastrando, pero la retirada de la ayuda internacional (banqueros ingleses, holandeses y alemanes cancelaron empréstitos a la joven República en 1931 que unos meses antes habían concedido a la feneciente monarquía) y ese mismo retraso en el desarrollo impidieron la generación de puestos de trabajo y fuentes de riqueza que sirvieran para satisfacer las demandas que la misma proclamación de la República había creado. Finalmente, la experiencia democrática de la República llegó a España cuando el escenario europeo se transformaba y radicalizaba en el enfrentamiento entre comunismo y fascismo; la clase política que había alcanzado el poder con la república hacía mucho tiempo que contemplaba a Europa con un deseo de emulación, pero la España de los años treinta sólo podía mirar a una Europa que parecía enloquecer.

Sin embargo, la gran causa de la quiebra de la experiencia democrática republicana radicó en la negación de una buena parte de la sociedad española; por intereses personales o corporativos, por temor a una revolución o a la pérdida de una cierta identidad nacional, esa parte de la sociedad quiso, y consiguió, destruir la República. La Guerra Civil no es otra cosa que el enfrentamiento entre aquellos que pensaban poner término a la República y aquellos que lucharon por su persistencia.

El resultado de ese enfrentamiento fueron tres años de muerte y destrucción. Unos 600.000 españoles murieron por causas directamente achacables a la guerra; a su término unos 270.000 estaban detenidos en campos de concentración y 300.000 partieron al exilio. Los daños materiales han sido difícilmente cuantificables; baste decir, que los niveles de la economía española de antes de la guerra no se recuperaron hasta veinte años después de su final. Pero tal vez lo más importante fue que el resultado de la guerra hizo perpetuar la división de las dos Españas y el sometimiento de una de ellas a una dictadura impuesta en nombre de la otra, pero de la que eran víctimas las dos.

El último parte de la contienda señalaba el 1 de abril de 1939 "la guerra ha terminado". Pero la paz aún tardaría en llegar.

 

 

 

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