II República Española (1931 - 1936)

 

 


Proclamación de la Segunda República




Introducción

La década de los años treinta fue para España una de las más agitadas de su historia contemporánea. De una gran ilusión transformadora y modernizadora se pasó a una guerra civil de dramáticas y persistentes consecuencias. La década comenzó con una dictadura militar, dirigida por el general Miguel Primo de Rivera, y terminó con el inicio de otra dictadura -mucho más larga y dura, que mantuvo durante cuarenta años una división radical de la sociedad española-, la personificada en Francisco Franco. Entre ambas dictaduras se desarrolló primero la experiencia democrática más avanzada de la contemporaneidad española y después la más cruenta Guerra Civil que este país tuvo en los últimos siglos. La II República significó la equiparación constitucional con las potencias democráticas europeas; y la posterior contienda fratricida, con una amplia participación internacional, significó la primera etapa de la guerra mundial que estallaría a su término. Por todo ello, la década de los años treinta ha sido una de las más trascendentales en la historia de España del siglo XX, tanto por las expectativas e ilusiones que despertó, como por la cruda realidad que dramáticamente acabó sucediendo.




De la monarquía a la República

Al período de la dictadura de Primo de Rivera le siguió otro que, en comparación con el anterior, fue conocido como la dictablanda.El rey decidió iniciar un lento retorno a la legalidad constitucional, para lo que encargó la formación de Gobierno al general Dámaso Berenguer se restableció la Constitución de 1876, retornaron a sus puestos los concejales y diputados provinciales cesados por la dictadura en 1923 y se promulgó una amnistía general. Pero en realidad el estilo de gobierno sigue siendo el mismo, realizándolo por decreto y sin la reunión de las Cortes, cerradas desde hacía siete años, ni la convocatoria de elecciones para la elección de un nuevo parlamento. Esto significó el definitivo golpe de gracia a la monarquía, pues la oposición no se organizó sólo en contra del gobierno sino con el objetivo de derribar el régimen monárquico. Los distintos partidos de la oposición acabaron conformando un consenso generalizado que se materializó en el Pacto de San Sebastián; en él no sólo participaron todos los partidos declaradamente republicanos, sino también el PSOE y varios partidos catalanistas. El compromiso alcanzado era la proclamación de la República, para lo que se elige un Comité Revolucionario, pero no queda claro el modo en que esto se llevará a cabo. Paralelo a este grupo político se creó un Comité Militar, formado por oficiales medios de ideología republicana, que inició una conspiración que debía realizar un golpe de fuerza en diciembre de 1930. Este golpe se produjo de forma imprevista y poco organizada en la sublevación de Jaca, encabezada por los capitanes Galán y García Hernández, a la que se sumó, con posterioridad a los hechos y más por coherencia política que por apoyo al mismo levantamiento, el Comité Revolucionario reunido en Madrid; la improvisación y las escasas fuerzas que logró sublevar condujeron al fracaso de la intentona golpista. Sin embargo, este fracaso fue beneficioso para la causa republicana, pues impidió que el nuevo régimen fuera alcanzado por las armas y creó los primeros mártires de la causa. Galán y García Hernández fueron ejecutados y todos los miembros del mismo Comité Revolucionario encarcelados. El Gobierno Berenguer pretendió entonces celebrar unas elecciones generales, pero se opusieron a participar en ellas todas las fuerzas democráticas integrantes del Pacto de San Sebastián.La respuesta más importante, sin embargo, procedió del principal grupo monárquico, dirigido por Romanones, que participaría en las elecciones sólo si el parlamento salido de ellas tuviera carácter de Cortes Constituyentes. La mala respuesta recibida aconsejó al rey la sustitución del Gobierno y, el 13 de febrero de 1931, se formó un nuevo gabinete de concentración monárquica presidido por el almirante Aznar. El plan anterior es descartado y se decide un retorno a la normalización constitucional de más envergadura, más rápido, y aplicado de forma escalonada. Primero se celebran elecciones municipales y posteriormente provinciales y generales; la aplicación de este plan se evidenció imposible, pues los partidos del Pacto decidieron participar, pero dándole a los comicios una intencionalidad muy distinta, presentándolos como un plebiscito sobre la persistencia de la monarquía. La elecciones municipales se celebraron el 12 de abril de 1931 y fueron ganadas en términos absolutos por los partidos monárquicos; sin embargo, en las grandes ciudades fue rotunda la victoria de los partidos coaligados en el Pacto de San Sebastián, cuyos principales dirigentes, integrantes del Comité Revolucionario seguían estando en prisión. La lentitud de los resultados del ámbito rural, donde se impusieron abrumadoramente los monárquicos, se conocieron mucho después que los de las grandes ciudades, por lo que se generó un sentimiento eufórico de victoria republicana. Al día siguiente de los comicios, el Gobierno del almirante Aznar se dividió ante los pasos que debían tomarse. Aunque unos ministros pretendían sostener la situación e incluso optar por un retorno a la dictadura ante un esperado levantamiento republicano,otros se opusieron al uso de la fuerza y solicitaron una negociación con los líderes opositores para que el pueblo español pudiera expresar su voluntad al respecto. Alfonso XIII apoyó esta opción y se le ofreció al Comité Revolucionario la formación de un gobierno de concentración y la convocatoria de unas Cortes constituyentes que decidieran sobre el futuro régimen político. La propia oferta evidenciaba la debilidad del Gobierno y el Comité no aceptó el plan propuesto, aduciendo que las elecciones habían sido ya un plebiscito que había mostrado la opinión antimonárquica del país. Los acontecimientos se precipitaron; imposibilitada la negociación, negada la posibilidad de ejercer la fuerza y con las calles de las grandes ciudades controladas por las masas republicanas, el poder del Gobierno se desmoronó. Antes de sostener por cualquier medio sus prerrogativas, lo que muy probablemente hubiera tenido dramáticas consecuencias, Alfonso XIII decidió abandonar Madrid el día 14 y, al día siguiente, España, camino del exilio, sin haber abdicado de sus derechos dinásticos y constitucionales. El 14 de abril de 1931 fue proclamada la República y el Comité Revolucionario pasó directamente de la cárcel a los despachos gubernamentales, convertido en Gobierno provisional al frente del cual fue designado Niceto Alcalá-Zamora.


Proclamación de la República en Barcelona




El proceso constituyente

Las elecciones generales para la formación de Cortes constituyentes tuvieron lugar el 28 de junio, una vez reformada la ley electoral para hacer desaparecer el poder del arraigado caciquismo en amplios ámbitos rurales. Esta reforma tuvo como efecto secundario el de primar la composición de amplias coaliciones electorales, lo que con posterioridad tuvo unos trascendentales efectos de polarización social. Con la derecha monárquica aún traumatizada y una derecha liberal que apenas se había adaptado al régimen republicano, el centro radical y las izquierdas republicanas y socialistas se impusieron en las urnas. Las Cortes, unicamerales, presentaron un escorado predominio de estos grupos, lo que produjo una diferenciación importante entre la representación parlamentaria y la propia composición social del país, mucho menos avanzada y progresista. Este hecho se vio resaltado por una gran altura intelectual del conjunto de la Cámara, pero al mismo tiempo una escasa experiencia política; ambos hechos tuvieron como principal consecuencia que en numerosos casos la ambición realizadora no estuviera en relación con la capacidad real de transformación del país. La Constitución fue un fiel reflejo de las Cortes, prolija y pormenorizada, haciendo muestra de un radicalismo democrático que en ocasiones no diferenciaba el idealismo de la simple utopía. La Constitución de la II República definía el régimen como una "República de trabajadores de toda clase"; se caracteriza por consagrar un poder legislativo muy fuerte, en contraste con un ejecutivo subordinado al anterior y una Presidencia de la República con muy escasos poderes. Hacía, por primera vez, realmente universal el derecho al voto, otorgándolo a la mujer. Dos de los artículos más debatidos fueron el 26, relativo a la cuestión religiosa, y el 32, que reconocía el derecho de conformar regiones autónomas, aún dentro de la estricta unidad de España, definida como Estado integral, compatible con la autonomía de los Municipios y las Regiones.

Composición de las Cortes Constituyentes




El bienio reformista: Azaña

Aprobada la Constitución el 9 de diciembre de 1931, las Cortes sancionaron el nombramiento del primer Presidente de la República, Niceto Alcalá-Zamora, quien a su vez designó como Presidente del Gobierno a Manuel Azaña. Al no disponer su grupo de mayoría en la Cámara, los dos siguientes años Azaña gobernó en una amplia coalición con republicanos de izquierda y socialistas; lo que permitió que se desarrollara un programa de una gran ambición transformadora y reformista. Los campos donde mayor transcendencia tuvo esta labor de gobierno fueron los siguientes: 

Manuel Azaña

 La cuestión religiosa fue sin duda una de las que más crisparon a la sociedad de los años treinta. La pretensión del equipo de gobierno era la de reducir la extraordinaria fuerza económica y social de la Iglesia católica. En 1931 había en España casi 110.000 religiosos, 32.600 del clero secular y 77.000 del regular, pertenecientes a 42 órdenes masculinas y 178 femeninas; la proporción de religiosos por habitantes (uno cada 493) era la más alta del mundo después de la de Italia; la Iglesia declaraba poseer doce mil fincas rústicas y más de ocho mil edificios urbanos, a los que debían sumarse otras miles de propiedades no escrituradas; además, de acuerdo con el Concordato de 1851, el Presupuesto del Estado era el sostenedor de este verdadero ejército religioso, a lo que se añadían las aportaciones de los fieles y las rentas del patrimonio. Sin embargo, la importancia de la Iglesia iba mucho más allá de sus recursos económicos y humanos; su influencia radicaba en la autoridad moral sobre la población, en la bien organizada red de instituciones culturales y benéficas, de medios de comunicación y la participación mayoritaria en el sistema educativo. Los dirigentes republicanos, herederos de un laicismo comprometido, pretendieron desde un primer momento reducir la capacidad de influencia del poder fáctico eclesiástico. Esto era tanto más necesario con el apoyo que las jerarquías realizaron desde un principio a la causa monárquica y el esfuerzo legitimador de toda actuación contraria a la República. Los más notorios de estos jerarcas fueron el cardenal primado de Toledo, Pedro Segura, y el obispo de Vitoria, Mateo Múgica, fundamentalistas religiosos y radicales monárquicos que acabaron siendo expulsados del país. Los incidentes más graves sucedieron en mayo, tras la pastoral de Segura del día 1 y la fundación del Círculo Monárquico en Madrid. Una serie de provocaciones condujeron al intento de incendiar el diario ABC, con una represión del acto por la Guardia Civil que produjo dos muertos; esto produjo una oleada de asaltos e incendios de edificios religiosos que se extendió durante cuatro días por Madrid, Málaga, Sevilla, Córdoba, Cádiz, Alicante y Valencia; más de un centenar de edificios, con sus tesoros artísticos, fueron pasto de las llamas. La quema de conventos supuso un duro golpe para la joven República, cuyo inexperto Gobierno fue acusado de debilidad, pero más importante, la alegre confraternización del mes anterior fue sustituida por una tensión que en los sectores católicos alcanzaba categoría de crispación.

Iglesia quemada durante la República

Aunque fue postergado el debate sobre el tema religiosos para evitar enfrentamientos enconados, en la redacción constitucional se evidenció aún más claramente el profundo desacuerdo entre las distintas fuerzas políticas. Mientras conservadores y liberales reducían las reformas a la separación entre Iglesia y Estado y la firma de un nuevo Concordato, los radicales y socialistas exigían la expulsión de las órdenes religiosas y las restricciones al culto. La resolución alcanzada, propuesta por Azaña, fue la reducción de la presencia de órdenes (expulsión de los jesuitas y congelación del número de eclesiásticos) y la prohibición de ejercer la enseñanza; legalización del divorcio y secularización de cementerios. Aunque las medidas estaban justificadas por la absorción de funciones administrativas que conllevaba la separación de la Iglesia y el Estado, el modo en que se ejecutaron hirió gratuitamente a una buena parte de la sociedad e incluso encontraron opositores entre sinceros republicanos laicistas, que, sin embargo, eran enemigos del anticlericalismo que destilaban más las exposiciones, que las medidas adoptadas.

- La reforma agraria fue uno de los más ambiciosos proyectos de este período, al afrontar la resolución del problema del campo español, con graves deficiencias de tecnificación, inversión y propiedad. La reforma agraria, que se había abordado ya en casi todos los países europeos, fue importante para la República por ser causa de las mayores esperanzas, pero también de las más enconadas resistencias y de los enfrentamientos más apasionados. Por todo ello la tramitación de la ley fue extraordinariamente dificultosa, ante la gran cantidad de intereses encontrados y los compromisos a los que debía atenderse. Ante las Cortes se presentaron varios proyectos que, bien por su relevancia o su mesura, encontraron la oposición de unos y otros. De nuevo el fracaso del golpe de Estado de Sanjurjo ayudó a su aprobación; se expropiaron, sin indemnización, las tierras de los antiguos grandes de España y, con indemnización, otras posesiones en las catorce provincias de la España latifundista: Andalucía, Extremadura, sur de La Mancha y Salamanca. Se pretendía asegurar el asentamiento de sesenta a setenta mil jornaleros anuales durante los siguientes quince años, pero en los dos años en que fue aplicada apenas llegaron a veinte mil los asentados en una extensión reducida. Para el desarrollo de la Ley se creó el Instituto de Reforma Agraria, cuya falta de recursos y lenta burocracia agravó las dificultades para la puesta en marcha de la reforma; también se creó el Banco Nacional de Crédito Agrícola con el propósito de realizar préstamos que fomentaran el cooperativismo agrario, pero la iniciativa fracasó ante la cerrada resistencia de la Banca privada. Todo ello produjo una deficiente y lenta aplicación de la reforma, lo que causó la decepción de las esperanzas de buena parte del campesinado, lo que contribuyó claramente a su radicalización. A su vez, la Ley de Reforma, en grado similar o superior a la cuestión religiosa, hizo que se consolidara un fuerte grupo de oposición al Gobierno azañista; medianos y grandes propietarios se organizaron en ligas y patronales que boicotearon la aplicación de la reforma por cualquier medio, lo que llevó a su práctica parálisis durante el segundo bienio republicano.

- La cuestión militar: Azaña comenzó a ser un político conocido al desempeñar en el Gobierno provisional la cartera de Guerra y con posterioridad siguió desempeñando este ministerio junto con su cargo de Presidente del Gobierno. En 1931 el Ejército español era una institución con graves deficiencias de ordenación, tecnificación e identidad; la crisis de 1917 había hecho que el Ejército recuperase el papel político que había perdido durante la Restauración, lo que se materializó de modo máximo con la dictadura de Primo de Rivera y los gobiernos de la dictablanda. Pero esa autonomía del poder civil y el extraordinario poder que acumulaba la institución no le permitía estar exenta de rencillas personales, agrupación corporativa por armas o por destinos y claros enfrentamientos internos por cuotas de poder. Las funciones a las que se había reducido su cometido eran la vigilancia del orden público y la ocupación del territorio del pacificado protectorado marroquí. El Ejército tenía dos graves deficiencias internas: la hipertrofia de la oficialidad respecto al número de soldados y los escasos recursos bélicos con los que contaba, gran parte de ellos obsoletos cuando no sencillamente inservibles. Desde el desastre de 1898 el Ejército había estado esperando una reforma que nunca llegaba. Fue Azaña quien desarrolló una profunda reforma militar que perseguía los objetivos de funcionalidad (reducción del desproporcionado número de oficiales), sometimiento al poder civil (para lo que se hizo desaparecer el Consejo Superior de Justicia Militar, los gobernadores militares y la prensa del Ejército) y tecnificación (inversión en nuevos equipamientos). El propósito final de Azaña con la reforma fue, según sus propias palabras, el de convertir al Ejército "en brazo armado de la nación, no columna vertebral de la patria". Sin embargo, esta reforma, aun desarrollada con mucho más sentido del tacto y la oportunidad que la religiosa, no alcanzó sus máximos objetivos, como las circunstancias posteriores no dejaron de evidenciar. La exigencia del juramento de fidelidad a la República fue acatada por gran número de oficiales sin grandes convicciones, pero los obstáculos más importantes fueron la falta de tiempo y, sobre todo, de recursos financieros con los que modernizar humana y materialmente al que se pretendía que fuera nuevo Ejército republicano.

- El sector laboral: al frente del Ministerio de Trabajo se situó el socialista Largo Caballero, líder a su vez del sindicalismo. La actuación de Largo se circunscribió a la estrategia de conquista social de la UGT, más preocupada por el control del sistema económico que por la transformación revolucionaria. En consecuencia, la línea reformista de origen socialdemócrata desarrollada perseguía los siguientes objetivos: una mejora rápida de las condiciones de los asalariados, en especial los agrícolas, que impidiera la radicalización de los sectores más bajos; una fortalecimiento de la representación de los trabajadores (en especial de UGT, marginando a la CNT de los órganos corporativos) al tiempo que se debilitaban las patronales para favorecer mejores condiciones de negociación; y finalmente una campaña de extensión y unificación de los seguros sociales. Creó las delegaciones provinciales de trabajo con el objeto de hacer un seguimiento más puntual de la política laboral y estudiar los problemas específicos de cada zona; inspirados en los comités paritarios de la dictadura se crearon los Jurados Mixtos, órganos de arbitrio para solucionar los problemas laborales pacífica y rápidamente; lo que no siempre se consiguió, pues la paz social estuvo lejos de conseguirse. A la labor de Largo al frente del ministerio se le puede objetar la ausencia de un plan general contra el paro, en parte paliado con la inversión en grandes infraestructuras.

Largo Caballero

- El problema nacionalista: la República tuvo la valentía de abordar por primera vez en profundidad una problemática secular que había llevado a dramáticos desencuentros en las décadas anteriores. Como ya se vio, la proclamación del Estat Catalá por Maciá hizo necesaria la instauración de la Generalitat y, en agosto de 1931, Cataluña votó en referéndum su estatuto de autonomía que, tras un tortuoso paso por las Cortes, fue aprobado en septiembre de 1932. Caso muy diferente fue el del País Vasco, donde la redacción del estatuto de autonomía dividió profundamente a la sociedad vasca; se redactaron hasta tres proyectos distintos de estatuto; el respaldo plebiscitario no se produjo hasta noviembre de 1933, mientras su aprobación en las Cortes se realizó ya en octubre de 1936. En Galicia el período republicano potenció la articulación política nacionalista (Partido Galleguista, creado en 1931, por Vicente Risco, pero su concreción institucional fue lenta; la redacción del estatuto no se concretó hasta finales de 1932 y el referéndum aprobatorio se celebró en junio de 1936, entrando para su aprobación por las Cortes el 18 de julio; el rápido control por los sublevados impidió su entrada en vigor. Otras esfuerzos de articulación de regiones autónomas, como los llevados a cabo en Valencia y Andalucía, no acabaron materializándose, bien por el enfrentamiento de las distintas fuerzas políticas o por el escaso respaldo popular a la iniciativa.




El segundo bienio Republicano

Antes de las elecciones convocadas para noviembre de 1933, el panorama político había variado susceptiblemente de las pasadas elecciones. En primer lugar, el electorado tenía la oportunidad de expresar el grado de apoyo que otorgaba al reformismo del primer bienio, y así fueron presentadas las elecciones por los grupos de la oposición; en segundo lugar, se habían modificado artículos importantes de la ley electoral, que permitían una rentabilización mayor de los votos obtenidos a las fuerzas que alcanzaran coaliciones lo más amplias posibles; además existía la incógnita de los seis millones de votos de mujeres que votaban por primera vez. Por último, la aparición de nuevos partidos, el desgaste de la labor de gobierno, y las tensiones acumuladas en la coalición republicano-socialista, hacían vislumbrar un resultado imprevisible. Los partidos republicanos se presentaron divididos y muy enfrentados en su disputa por un mismo electorado de centro. En el Partido Socialista aparecieron graves enfrentamientos entre sus líderes, con opiniones opuestas ante la posibilidad de coaligarse con otros grupos republicanos o tratar de obtener el poder en solitario. En contraste con los anteriores, los radicales afianzaron su imagen de centro republicano, coligándose en algunas circunscripciones con fuerzas de izquierda o de derecha según las posibilidades. Pero sin duda fue la derecha la que más esfuerzos movilizó para alcanzar una amplia coalición electoral que permitiera poner término a la actuación de una república reformista que, según su opinión, iba en contra de los intereses de las más sólidas instituciones nacionales y de la mayor parte de la sociedad española. El 12 de octubre se alcanzó la Unión de Derechas y Agrarios, en el que se reunían las candidaturas de la CEDA, los alfonsinos, los tradicionalistas y los independientes agrarios y católicos; el peso de la CEDA se manifestó en la elaboración de listas, lo que permitió una máxima rentabilidad parlamentaria de los comicios. Si la crisis anterior había evidenciado la imposibilidad de sostener una República de centro-izquierda, las elecciones de noviembre de 1933 abrieron la oportunidad de que la República se estabilizara en una versión más conservadora o incluso aplicando medidas contrarias a algunas reformas anteriores. Los resultados electorales significaron un vuelco completo al panorama político parlamentario: la derecha católica y el centro radical alcanzaron una amplia mayoría absoluta.

Composición de las Cortes, 12-1933

Las dos principales fuerzas políticas eran la Confederación Española de Derechas Autónomas, liderada por Gil Robles, y el Partido Radical de Lerroux; dada su mayoría parlamentaria, del entendimiento de ambas fuerzas dependía que la república conservadora se asentara. A pesar de sus profundas diferencias ideológicas, la actitud paulatinamente más conservadora de Lerroux hizo que alcanzara rápidamente un apoyo parlamentario cuando fue propuesto como Presidente del Gobierno. Los gobiernos radicales contaron desde el comienzo con importantes oposiciones, incluidos los sectores del Partido Radical que se oponían a solicitar el apoyo de la CEDA (acabaron formando grupo aparte en torno a Martínez Barrio) y de aquellos cedistas integristas que no aceptaban sostener un gobierno de republicanos históricos. La oposición más radical la llevaron a cabo no sólo los partidos de izquierda (en especial una parte del PSOE liderada por Largo Caballero, quien solicitaba la toma inmediata del poder por la clase trabajadora), sino también grupos de centro y derecha catalanes y vascos, que veían peligrar la continuidad o consecución de sus estatutos de autonomía. Esta oposición, las diferencias ideológicas y las distintas estrategias políticas hicieron que la característica principal del segundo bienio republicano fuera la inestabilidad. En apenas dos años hubo ocho crisis ministeriales; Lerroux presidió seis veces el Consejo de Ministros, siendo ocasionalmente sustituido por los también radicales Samper, Chapaprieta y finalmente por Portela Valladares.




La revolución de octubre

La polarización de la política española durante el período republicano hizo que cada vez más pudiera dibujarse una línea de separación entre derecha e izquierda. La tensión entre ambos polos estalló con el nombramiento de los ministros de la CEDA, aunque venía preparándose con anterioridad. La protesta de los grupos políticos del resto del arco parlamentario se vio completada con la declaración precipitada de una huelga general. Esta huelga resultó un fracaso en la mayor parte de España, dado que la CNT no quiso participar en ella y los socialistas no emplearon toda su capacidad movilizadora en zonas como Madrid y el País Vasco, donde disponían de gran poder político y sindical. Sin embargo, en dos lugares el desarrollo de la huelga degeneró en acontecimientos de una enorme gravedad. En Barcelona el Presidente de la Generalitat, Lluís Companys, fue desbordado por el nacionalismo radical y proclamó nuevamente el Estat Catalá dentro de una República Federal Española. Sus intentos de apoyarse en la extrema izquierda, la milicia autóctona y la oficialidad del ejército fueron inútiles y su insurgencia fue rápidamente sofocada, aunque los combates tuvieron como resultado medio centenar de muertos. En represalia por este pronunciamiento el estatuto de autonomía catalán fue suspendido, Companys enjuiciado y condenado a muerte, aunque fue indultado.

Lluis Companys

En Asturias, bien organizada y con un apoyo masivo, la huelga triunfó y alcanzó categoría de revolución social. La crisis minera que se venía arrastrando desde los años anteriores favoreció la unión de todos los sindicatos y su movilización bajo la consigna UHP (Unión de Hermanos Proletarios). El orden revolucionario fue impuesto en las cuencas mineras, Gijón y Avilés, sometiendo a Oviedo a un cerco en toda regla. Para reprimir el levantamiento revolucionario se hizo precisa la declaración del estado de guerra y la intervención del ejército colonial, dirigiendo la campaña el general Francisco Franco. En algunos lugares el enfrentamiento tuvo tintes de auténtica guerra civil; se produjeron más de mil muertos, tres mil heridos y unos treinta mil detenidos, además de unos enormes destrozos materiales. La ejecución de treinta y cuatro sacerdotes, varios guardias civiles y paisanos de notoriedad conservadora alarmó a la opinión pública derechista que exigió medidas represivas a la altura de los acontecimientos. El ejército, y en especial la Guardia Civil, desató una represión durísima con ejecuciones sumarias y torturas. Aunque hubo decenas de condenas a muerte sólo se ejecutaron dos, contra la opinión de la CEDA que quería una represión mucho mayor sobre los dirigentes revolucionarios.

Las consecuencias de la revolución de octubre estuvieron a la altura de la gravedad de los acontecimientos. Aunque la izquierda salió debilitada, el efecto final fue la percepción de sus líderes de la necesidad de unirse para derrotar al bloque radical-cedista, lo que acabó dando origen a la coalición del Frente Popular. En el bloque gobernante la represión de la revolución dividió profundamente a las fuerzas de centro y derecha, aumentando en ésta la influencia de la extrema derecha; los temores a una revolución generalizada en buena parte de la sociedad conservadora fueron utilizados por los sectores más radicales de la derecha para fortalecer lo que hasta ese momento habían sido simples grupúsculos muy minoritarios y alcanzar formaciones política susceptibles de movilizar masas; fue en ese momento cuando se produjo la unificación de distintos grupos de extrema derecha en el partido Falange Española; la notoriedad del liderazgo de José Antonio Primo de Rivera sirvió para incentivar la tendencia filofascista de la derecha.

Carga de la Guardia Civil




Las elecciones de 1936

Tradicionalmente se han presentado las elecciones que tuvieron lugar el 16 de febrero como la última oportunidad para la República, como la manifestación de la ordenación política española en dos bloques irreconciliables e incluso como preámbulo electoral de la Guerra Civil que asolaría el país meses después. Sin embargo, a comienzos de 1936 nadie contemplaba la cita electoral en ese sentido, sino más bien como un nuevo enfrentamiento legítimo para redefinir la orientación de la República. Respecto a la división del arco parlamentario en dos conjuntos radical e inevitablemente enemigos es una imagen demasiado simple y esquemática. En realidad el bloque de derechas no llegó ni siquiera a consolidarse, el centro estaba sustancialmente dividido y sólo entre la izquierda y centro-izquierda se fraguó una coalición electoral, el Frente Popular. La derecha, tras la experiencia de su paso por la administración, sufrió un doble proceso de división y radicalización. Miembros de la CEDA descontentos con la política de participación en instituciones republicanas, antiguos monárquicos y republicanos independientes se habían reunido en el Bloque Nacional, liderado por Calvo Sotelo, de marcado tono autoritario y con veleidades monárquicas y filofascistas a un tiempo. Con planteamientos más radicales aún se encontraba la formación dirigida por Primo de Rivera, que definitivamente logró reunir en torno a sí a los grupos de línea explícitamente fascista bajo las siglas de FE de las JONS.

José Antonio Primo de Rivera

La gran novedad de las elecciones de febrero de 1936 fue la constitución de la mayor coalición electoral que lograra reunirse en todo el período republicano: el Frente Popular. Las gestiones para la formación de una gran bloque se iniciaron a comienzos de 1935, con la reunión de prácticamente todos los partidos de la izquierda republicana en la coalición de Conjunción Republicana; ésta invitó a los líderes socialistas a integrar una "coalición de partidos de izquierda". Los deseos de los líderes más moderados del socialismo español estaban en la misma línea, pero Largo Caballero estaba radicalmente en contra de una colaboración con los partidos burgueses y propugnaba una Alianza Obrera con los grupos más a la izquierda del PSOE. Esta oposición fue salvada con la inclusión en la coalición electoral del entonces minúsculo Partido Comunista. El Pacto del Frente Popular se alcanzó definitivamente a mediados de enero de 1936 y en él estaban integrados Izquierda Republicana, Unión Republicana, PSOE, UGT, Juventudes Socialistas, PCE, POUM y Partido Sindicalista. El establecimiento de grandes formaciones que reunieran las fuerzas progresistas y de izquierda se extendió por la Europa de los años treinta como un esfuerzo de frenar el aumento de los autoritarismos ordenancistas, fueran o no de corte fascista. La III Internacional con sede en Moscú aconsejó a los partidos comunistas que colaboraran con otros partidos socialistas e incluso que participaran en la gobernabilidad de los Estados burgueses con la finalidad de frenar el fascismo. En España, dada la reducida dimensión del PCE, esta decisión apenas tuvo influencia; al contrario que el caso francés, que en 1935 había logrado reunir en un Frente Popular todas las fuerzas progresistas defensoras de la República y que en las elecciones de mayo de 1936 lograría un triunfo aplastante.

Propaganda del Partido Comunista en 1936

El Frente Popular supo reunir todas las candidaturas y presentar un programa único. Esencialmente suponía que, en caso de triunfo, el régimen debía volver a la dinámica reformista del primer bienio; además de promulgar una amnistía total, se desarrollaría la Constitución hasta sus últimos extremos, se restauraría el estatuto catalán y se concederían al resto de las regiones que lo solicitaran, se relanzaría la reforma agraria, se establecería un plan contra el desempleo y el desarrollo económico y se potenciaría la enseñanza estatal, especialmente en los núcleos menos desarrollados. El sistema electoral primaba las grandes coaliciones y aunque porcentualmente los votos emitidos estuvieron muy igualados, la traducción en escaños de los resultados electorales arrojaron una amplia mayoría parlamentaria para los partidos del Frente Popular, la reducción de la CEDA a oposición poco operativa, el definitivo hundimiento de los radicales y la supervivencia de algunos partidos de centro y regionalistas. A pesar de la virulencia de la campaña y de los excesos dialécticos, la constitución de las Cortes y el traspaso de poderes se realizó dentro de la legalidad constitucional. Una vez celebradas las elecciones, con la mayor participación social de toda la República, poco hacía presagiar los dramáticos acontecimientos que se avecinaban.

Composición de las Cortes 12-1933




El gobierno del Frente Popular

El 19 de febrero se constituyó el nuevo Gobierno, presidido por Azaña y con miembros de su partido y de Unión Republicana; la marginación de los socialistas fue pactada, pues no se quería dar la impresión de un cambio demasiado brusco. La labor de este nuevo gobierno azañista se atuvo al programa conjunto del Frente Popular: reapertura del parlamento catalán, reinicio del proceso autonómico del País Vasco, promulgación de una amnistía general y aceleración de la reforma agraria. El asunto legislativo más delicado fue el cuestionamiento en las Cortes de la figura del presidente de la República Alcalá- Zamora. Por iniciativa socialista y en la única votación en que derechas e izquierdas alcanzaron un acuerdo en este período, el Presidente fue recusado y, en consecuencia, debió resignar sus poderes. El 10 de mayo las propias Cortes nombraron a Azaña como Presidente de la República. Resultó ser un grave error, pues como pronto se evidenció no existía una personalidad comparable a la de Azaña para aglutinar todas las fuerzas del Frente Popular. Éste encargó la formación de gobierno al líder socialista más moderado, Indalecio Prieto; pero al no contar con la conformidad de otros dirigentes de su partido, debió renunciar al encargo. El Presidente del Gobierno fue finalmente Casares Quiroga, del partido de Azaña, que formó un gabinete continuista con respecto al anterior azañista. Pero lo más importante de este período fue el desarrollo de una doble dinámica política. Si el gobierno y las Cortes, a pesar de las dificultades del momento, mantenían la legalidad constitucional y desarrollaban el programa que les había llevado a sus cargos, en las calles proliferó una actuación radical que llevó a graves altercados de orden público. Anarquistas, radicales socialistas y miembros de la extrema derecha, usualmente por iniciativa propia y no siguiendo las dirección de sus partidos, generaron una dinámica de violencia y tensión social que ocasionó frecuentes enfrentamientos y atentados con el resultado de unos trescientos muertos y mil trescientos heridos de febrero a julio de ese año. A ello hay que sumar la ocupación ilegal de tierras y los atentados a instituciones religiosas, lo que contribuyó decididamente a inclinar a la derecha moderada hacia soluciones anticonstitucionales. Los grandes beneficiados de esta pérdida del control público fueron los grupos extremistas, fuerzas con escasa o nula representación parlamentaria, pero con una gran capacidad de movilización de grupos de agitadores o, sencillamente, de terroristas. El gobierno se veía incapacitado para frenar esa espiral de violencia y esperaba que, tanto el reforzamiento de la disciplina desde la dirección de los partidos, como el aumento de las fuerzas de orden público, acabaran con el clima de inestabilidad. Pero ambas medidas tardaron en producirse y la agitación callejera alcanzó su cenit el 12 de julio; pistoleros falangistas asesinaron al teniente de la Guardia de Asalto José Castillo, de conocida filiación socialista; en respuesta, al día siguiente compañeros de ese cuerpo asesinaron al principal dirigente de la extrema derecha, José Calvo Sotelo. La conspiración militar que se venía preparando desde hacía meses encontró la excusa necesaria para alzarse contra la República.

Calvo Sotelo, muerto

 


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